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Lo sagrado que se borda: a diez años de La Pilarcita

Por Julieta Strasberg

Lo sagrado que se borda: a diez años de La Pilarcita

 

¿Qué distancia tiene que recorrer un mito para hacerse carne? ¿Dónde empieza el milagro: en la fe, en el deseo, o en el hilo que lo borda?

Un altar en el patio

Celeste (Mercedes Moltedo) y Celina (Agustina Cabo) conversan en el patio, entre sogas tensadas y ropa colgada. Esperan a los primeros huéspedes mientras la tarde avanza tibia y rumorosa. Celina repasa apuntes de medicina con la esperanza de aprobar el próximo examen; su fe es la del esfuerzo diario, del sacrificio que promete otro porvenir. Celeste, en cambio, ensaya sus pasos de baile entre baldes y banquetas, soñando con la comparsa, aunque sus movimientos aún no logran obedecerle del todo. Aun así, cree: en su cuerpo, en el brillo, en el ritmo que vendrá. Entre los gestos cotidianos y las risas compartidas, también asoman los sueños de amor, sobre todo los de Celina, que se debate entre seguir estudiando o ir a la peregrinación, donde una muñeca podría interceder por aquello que no se atreve a decir en voz alta.

En una escena diminuta de provincia, el milagro no baja del cielo, se cose a mano. La Pilarcita, escrita y dirigida por María Marull, cumple diez años en cartel, y enciende en cada oportunidad su ritual en el escenario. Persistente, íntima y poderosa, esta obra habla de lo sagrado sin grandes discursos, desde la fe que nace del deseo, desde la belleza que se encuentra en los márgenes, desde el consuelo que se regala en silencio.

La próxima función será el miércoles 25 de junio a las 20:00 h en el Teatro Astros. Además, continúa todos los viernes a las 20 y 22 h en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960, CABA). Como una procesión laica, cada representación es una peregrinación sensible hacia la memoria, los vínculos y la posibilidad —siempre incierta— del milagro.

CCK – Sala Argentina

 

Entre sogas, muñecas y mitos

Todo comienza con una ofrenda. Una muñeca caída bajo las ruedas de una carreta, un gesto de amor, un cuerpo de niña muerta, una leyenda que persiste. Pilar Zaracho —“La Pilarcita”— es parte del linaje invisible de las santitas populares argentinas: como la Difunta Correa, como el Gauchito Gil, su mito se construyó por las manos y los ruegos del pueblo.

En la obra, Selva (Julia Catalá) y Horacio llegan al pueblo desde la ciudad buscando un milagro. Como toda fe viva, ese milagro requiere acción: se busca, se inventa, se trabaja. La tradición manda llevar una muñeca hecha especialmente para pedirle algo a la niña santa. Entonces aparece Celeste, que cose su traje de comparsera a la madrugada y acepta bordar una muñeca para Selva, incluso a costa de las plumas más preciadas de su propio traje. La forma y la nombra, como quien da a luz un símbolo.

En La Pilarcita, la muñeca es el núcleo vital de una entrega ritual. Su poder reside en el gesto de ofrendarla, de dejarla en manos de lo sagrado para que interceda por algo que parece imposible: la cura, el encuentro, el milagro.

Como en aquella historia que cuenta Dora Diamant sobre Franz Kafka, la muñeca porta una carga simbólica capaz de transformar el destino. En el otoño de 1923, paseando por un parque de Berlín, Kafka se cruzó con una niña que lloraba por su muñeca perdida. No quiso explicarle la pérdida, sino inventarle una continuación. Le dijo que la muñeca no se había extraviado, sino que había emprendido un viaje. Y él, como su improvisado cartero, le entregaría cada día una carta escrita por ella. Durante tres semanas, Kafka se sentó a escribir —como quien borda con palabras— las aventuras que la muñeca vivía por el mundo. Cada tarde, en voz baja, le leía a la niña lo que la muñeca había escrito. Finalmente, le entregó una nueva. “Ha viajado tanto —le dijo— que ya no se parece a la que era. Pero sigue siendo ella.” Kafka no le ofreció consuelo con verdades, sino con ficción. Inventó para esa niña una despedida con relato, una pérdida con sentido, una ausencia con palabras. Así transformó el dolor en una historia que podía ser sostenida, abrazada, dicha (Diamant, 2009).

 

CCK – Sala Argentina

 

En la obra, la muñeca llamada Pilarcita también está atravesada por el deseo de transformación, pero no vuelve: se entrega para que algo suceda. En lugar de ser devuelta con una nueva forma, como en Kafka, la muñeca es depositada, se deja ir, se pone en juego. La fe radica en la posibilidad de que el acto de ofrendar obre lo imposible. Si en Kafka la ficción alivia una pérdida individual, en La Pilarcita la creencia es colectiva y la muñeca, más que mensajera, se vuelve mediadora. Ambas historias, sin embargo, revelan una verdad poética compartida: hay objetos que, por la vía de la palabra —sea literaria o devocional—, pueden alterar los límites del dolor e, incluso, inventar otro destino.

La dramaturgia de Marull se apoya en lo no dicho, en la espera, en los cuerpos que se rozan sin entender del todo por qué. Celina quiere progresar para ser alguien en el pueblo. Celeste sueña con ser otra por una noche. Hernán (Julián Rodríguez Rona), el hermano, regresa para cantar en la fiesta y narra lo que no se ve, lo que queda por fuera de la escena. Hay, en cada uno, una tensión entre quedarse y partir, entre recordar y olvidar, entre creer y dudar. Como en todo mito, las oposiciones se trenzan.

Siguiendo a Lévi-Strauss, podríamos decir que la obra organiza esas contradicciones —ciudad y pueblo, fe y razón, pasado y presente— no para resolverlas, sino para darles una forma que se pueda habitar. Mircea Eliade, en Mito y realidad, sostiene que el mito no es una explicación científica, sino una realidad viviente que codifica valores, impone reglas morales, garantiza rituales y responde a necesidades sociales. En la teatralidad de Marull, el mito se vuelve cuerpo, gesto, textura.

Y en el contexto argentino, Felipe Pigna propone leer los mitos nacionales no como relatos sagrados, sino como construcciones históricas que han servido a fines identitarios o políticos. La Pilarcita escapa a esas construcciones funcionales: su fe no es impuesta, es elegida. Su altar no está en mármol, sino en la esquina de una cocina rural, entre sábanas húmedas y un ventilador que zumba.

El milagro de seguir creando

La dirección de Marull logra que los personajes crezcan desde dentro, que las pausas hablen, que el milagro acontezca sin fanfarria. Cada función es un acto de fidelidad a la belleza humilde y persistente.

Las actuaciones están tejidas con una delicadeza que conmueve. Mercedes Moltedo compone una Celeste luminosa, atravesada por una ternura ética. Con una fe que parece ingenua y se devela profunda, su personaje borda no solo trajes, sino vínculos. Julia Catalá construye una Selva herida, contenida, transformada lentamente, como la espesura que lleva su nombre: lo salvaje, lo oculto, lo que se abre paso sin pedir permiso. Agustina Cabo encarna a una Celina dividida entre el deber y el deseo, atrapada entre lo que debe sostener y lo que quisiera dejar caer. Julián Rodríguez Rona, en el rol del trovador Hernán, aporta el registro más sereno, bajando a tierra la épica del peregrino que en otras versiones encarnó con carisma Julián Kartún.

Las canciones, con música de Julián Kartún y letra de Marull, funcionan como plegarias dulces, como ecos que expanden la escena hacia otra dimensión. Incluso los nombres parecen elegidos desde una poética mitológica: Selva, Celeste, Celina… nombres que contienen destinos, cielos, espesuras. Selva se vuelve selva, viva y espesa. Celeste vuela, desafía. Celina, remitiendo a lo celestial, busca lo divino desde el esfuerzo. Horacio —el amante oculto— es también un altar: lo que se desea sin saber del todo por qué.

La escenografía de Alicia Leloutre y José Escobar arma un pequeño santuario doméstico: sogas con sábanas gastadas, ropa colgada con broches, una mesa y sillas de hierro, una pelopincho azul, banquetas y un balde. El ventilador, una constante en estos pueblos de siesta y en las obras de las Marull, aporta un sonido de fondo que refuerza la atmósfera calurosa y somnolienta. El altar en un costado, con las muñequitas, es el mini altar de Celina. Todo respira precariedad y belleza, como si cada objeto tuviera una historia o una plegaria.

 

La iluminación de Matías Sendón envuelve ese espacio con calidez, con una luz íntima, casi de hogar improvisado. El vestuario de Jam Monti acentúa los contrastes: el jean roto y el corpiño colorido, la pollera de carnaval, la camisa de trabajo, lo festivo y lo resignado, lo popular y lo devoto. El traje de comparsa es un tema aparte. Brilla más de lo que cubre: ajustado, más pequeño de lo esperado por la propia Celeste, con plumas vibrantes que desafían el aire y zapatos prestados que no fueron hechos para ella, pero que lleva con dignidad, no con elegancia, como quien se anima a encarnar el sueño aunque roce el ridículo.

La Pilarcita teje, enhebra con hilos invisibles el deseo de creer en lo frágil, en lo mínimo, en lo que apenas se sostiene. La fe no cae del cielo: se construye con broches torcidos, con agua tibia de la pelopincho, con canciones que alguien canta en voz baja para que otra pueda dormir la siesta. La belleza vive en esos gestos que nadie exige y sin embargo alguien elige dar. Un altar de muñecas, una promesa envuelta en trapo, una selva que late bajo la ropa tendida. ¿Cuánto de fe hay en volver a mirar lo que duele y, aun así, seguir cuidándolo?

 

Funciones:
 Viernes 20 y 22 h – El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960, CABA
Miércoles 25 de junio – 20 h – Teatro Astros, Av. Corrientes 746, CABA

PH: Fede Kaplun

Referencias:
 Diamant, D. (2009). Mi vida con Franz Kafka. En H.-G. Koch (Ed.), Cuando Kafka vino hacia mí. Acantilado.
Eliade, M. (1968). Mito y realidad. Ediciones Guadarrama.
Pigna, F. (2004). Los mitos de la historia argentina. Editorial Planeta.