Mauricio Kartun: «Mi forma de dirigir es resultado del pensamiento de un escritor»
TEATRO
Por Larisa Rivarola
Si bien se define como autor y no como director, la profundidad de su escritura, la calidad de sus puestas y el reconocimiento del público y pares han demostrado que abraza ambas disciplinas con igual talento.
Reestrenada su última obra, Salomé de Chacra, en el teatro San Martín de Buenos Aires y de gira Ala de Criados, su producción anterior; el dramaturgo y director argentino se presta generoso a conversar sobre su poética, su interés por el pasado teatral y social de nuestro país, y el cuestionamiento de la realidad actual llevado adelante tanto desde su escritura como de una puesta en escena en la que convergen recursos del teatro tradicional con ciertas estéticas modernas.
¿Seguís afirmando que no te considerás director?
Sí, y lo hago no solamente en aras de una postura personal sino de una mirada que nos debemos en relación al teatro. No soy director porque mi cabeza, a la hora de montar un espectáculo, no funciona como tal, sino como la de un autor que encuentra que algunos elementos de la escritura son análogos a la puesta en escena. Entiendo a los oficios como el desarrollo de una habilidad que se traslada al cuerpo, creo que quien hace malabares, dirige o escribe, en realidad, lo que hace es desarrollar algo que en algún momento deja de estar en la cabeza y pasa a una zona de expresión espontánea, es decir, el cuerpo piensa como malabarista, director o dramaturgo. Cuando digo que no soy director lo hago también en defensa de mi oficio, la dramaturgia, porque creo que a la inversa, hay directores que escriben dramaturgia pero cuya habilidad está en la construcción de un discurso escénico del cual la palabra es subsidiaria. Esto no implica que sea mejor ser un director que escribe o un dramaturgo que dirige, simplemente son categorías diferentes que, de no entenderse, se bastardean tanto la dirección como la dramaturgia.
¿Qué te impulsó a pensar en términos de puesta en escena?
Varios factores. El primero fue la sensación de quedarme afuera del teatro, entendiéndolo, en términos rituales, como aquello que pasa en el escenario; como dramaturgo participaba como un organizador externo de eso, pues entregaba el texto y esperaba la invitación telefónica al estreno y la llamada eventual para contarme cómo iba la obra. Por otro lado, tuve la percepción de repetir una forma de trabajo que empezaba a volverse peligrosa. Pensemos que la única manera que tiene un dramaturgo (que no dirige) de ser puesto en escena es tener un texto que tenga la capacidad de seducir tanto a un espectador como a un director. Esto supone escribir en el marco de un sistema vigente y prestigioso que le pueda abrir la puerta; así me di cuenta de que me había mecanizado y que a la hora de escribir estaba pensando para quién, cómo y qué.
Estabas, vos mismo, pervirtiendo tu escritura…
Absolutamente, y resignando ciertas zonas espontáneas de ella, dada la sensación de no gustarle a nadie. El cambio se produjo con El niño argentino. La escribí sin expectativas de montaje y con la duda de no saber si le podía gustar a alguien. Fue una salida de circuito; tanto es así que durante mucho tiempo pensé en publicarla de manera apócrifa. Era un material que me gustaba y con el que me sentí capaz de hacer algo, si bien tenía miedo, pues es un texto muy lejos del parámetro. Como el material no se hacía seguí trabajando y escribí La Madonita, que en cambio, era un material más cerca del parámetro que yo manejaba.
Por eso te animaste a concretar su puesta en escena…
Sentí que era un texto con el que podía hacerlo y le propuse a algunos amigos montarlo en mi estudio. Ahí me di cuenta de que a la hora de montar, lo que me resultaba era pensar como dramaturgo. Así armé una modalidad personal basada en ciertas formas que vienen de lo literario, en ciertas estrategias dramáticas en relación a tensiones y a velocidades que tienen que ver con el estudio de las estructuras y no con el fenómeno escénico; de modo que mi forma de dirigir es resultado del pensamiento de un escritor.
¿Tus obras siempre se fundan sobre lo que llamás «relato invisible»?
Pensemos en un actor que trabaja con memoria emotiva, que para interpretar a Hamlet piensa en la muerte de su tía; el espectador no tiene por qué conocer la existencia de una tía que produce ese ataque de llanto cada vez que se la evoca y sin embargo es lo que da organicidad al personaje. En las estructuras de escritura pasa lo mismo. Yo trabajo con una serie de organizadores internos tanto para escribir como para montar. Salomé de Chacra está organizada sobre una estructura que el espectador no conoce; la obra, para mí, es una representación que todos los días hace el fantasma del Gringuete (personaje narrador) asumiendo su destino de corifeo, rol con el que Salomé lo premia y lo condena. El público no se pregunta por qué ingresa a escena del modo en que lo hace, pero nosotros sí sabemos que esa estructura es la que motiva las acciones que le dan organicidad a la representación.
En El niño argentino uno de los relatos invisibles es el de la lógica mercantil que rige nuestra sociedad…
Allí había dos grandes estructuras ocultas: una era la idea de que los personajes eran representados por tres actores truchos de varieté y muchas de las cosas que sucedían mantenían una lógica motivada por cuál de ellos se iba a lucir. La otra estructura que vos mencionás es el giro del capital, simbolizado en la moneda que viaja alrededor de toda la obra. A mí me interesaba que comenzara con el sonido de un patacón de plata en una lata y que esa moneda girase alrededor de toda la obra, idea que tomé de un cuento de mi infancia llamado La moneda volvedora, que narraba el mito de una moneda que volvía siempre a su dueño. En la obra, esa moneda instalaba un mecanismo que producía la totalidad de la tragedia. Eso es relato invisible y sí, todas mis obras lo tienen.
¿Te preocupa lo relativo a nuestra identidad?
No, en el sentido de que no es algo de lo que yo me propongo hablar, sino que forma parte de mi universo. A mí no me preocupa el fenómeno de la identidad como algo externo, sino que tiene que ver con mi convivencia con el mundo. No me planteo qué es la identidad nacional o que implican conceptos como nación, patria o pertenencia, sino que a la hora de escribir aparecen, porque están en mi cabeza. No hago un teatro político porque tenga una voluntad política de cambio a través de él, sino que lo hago porque mi cabeza es política, así como hablo de la identidad porque mi cabeza es identitaria.
¿Cómo surge la idea de Salomé de Chacra?
Yo trabajo mucho con detonadores, imágenes, palabras o títulos. En una casa que vendía artículos regionales en Córdoba, estaba escrito con una letra muy dificultosa «salame de chacra»; pero yo, a primera vista, leí Salomé. Esos chispazos son mezclas de sentido en las que se relacionan dos elementos antes distantes, que al juntarse, obligan a buscar un campo significante que le dé sentido a su rareza…
Según Ricoeur, la distorsión del sentido literal de las palabras deriva en su innovación, a la que llama «metáfora viva». A tu Salomé chacarera, producto de aquel chispazo, la denominaría impertinencia semántica…
Claro, un campo significante que antes no existía, aquel salame de chacra entonces es Salomé en una de chacra un día de carneada. Aquí aparece la coincidencia, la rima entre el acontecimiento ritual del teatro y la carneada que es otro acontecimiento que tiene su liturgia. Así empecé a pensar en una versión de Salomé que en un momento se detuvo por la búsqueda de coincidencias.
¿Qué tipo de coincidencias?
La búsqueda de coincidencias es la que organiza el campo significante en la ficción. Paul Auster dice que el arte se hace por rimas y que se avanza encontrando estas coincidencias. Me detuve porque no encontraba la coincidencia en quién sería, en mi versión, San Juan Bautista. Logré avanzar cuando encontré la coincidencia en una pequeña historia que había escrito para Ala de Criados, en la cual un estanciero encierra a dos anarquistas en un aljibe, les da la constitución nacional y los obliga a estudiársela de memoria creyendo que así los convertirá en cívicos. La coincidencia fue un revolucionario en el aljibe, luego encontré las frases de Juan El Bautista en la Biblia: «quien tenga dos chaquetas, dé una a quien no tiene», «Quien tenga comida, la comparta con otro» y vi que él, para mí, era un ácrata. Yo creo en la necesidad del pensamiento anárquico, en tanto es el grado cero de pensamiento sobre el sistema y es el único modo saludable de hacer política. Creo que es la mirada que deberíamos tener, la que impugna la realidad aclarando que vivimos en ella y podemos modificarla. Las palabras que El Bautista profiere a los gritos desde el pozo son mis propios pensamientos, pues creo que si bien podemos mejorar el sistema, la realidad es que el sistema está podrido. Salomé de Chacra habla esencialmente de eso.
La caracterización de tu obra como neosainete, por parte de la crítica académica, ¿qué opinión te merece?
La crítica utiliza categorías en la necesidad inevitable de elaborar herramientas que le permitan analizar la totalidad, pero las categorías en teatro no son contundentes. El mío es un teatro que en los 90, que es el período ubicado en esa categoría, tuvo algunas formas cercanas al sainete; El Partener y Rápido, Nocturno, Aire de Foxtrot, por ejemplo. Quizá reconozco la influencia del sainete porque es algo que leí y porque tiene que ver con la identidad de la que hablábamos al principio, aunque creo que la categoría sería bastante más compleja.
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