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19 julio, 2012

 

El drama de los niños que debieron refugiarse en otros países durante la guerra civil es una realidad de la que aún quedan heridas y sobrevivientes. Testimonio y fortaleza de alguien que lo vivió y se anima a revivirlo por medio de la palabra.


Por Gisela Gallego


Conocidos como «Los niños de la guerra civil española», este numeroso grupo de hijos de militantes antifranquistas padecieron el destierro en esa contienda bélica. En la mayoría de los casos, se refugiaron en países que de alguna manera se congraciaron con el gobierno de la segunda república, el cual optó por la evacuación masiva de su población infantil, a fin de evitar los peligros inminentes que corrían los más pequeños y vulnerables.

Se trató de un éxodo infantil sin precedentes: incluyó a más de 30.000 niños que partieron, en su mayoría solos, por tierra o mar, a países como Francia, Bélgica, Inglaterra, la Unión Soviética, México, Suiza y Dinamarca. Muchos de ellos echaron raíces en los pueblos receptores, y se los denominó «los niños que nunca volvieron». Otros fueron repatriados a España, pasado el conflicto armado o muchos años después, tras la muerte del dictador Francisco Franco.

De esos niños sobrevivientes, que hoy rondan entre los 78 y 90 años, actualmente viven en Argentina alrededor de seiscientos.

El Gran Otro tuvo oportunidad de hablar con María Luz Senosiain, una mujer vasca de 81 años, nacida en San Sebastián, que hoy reside en el barrio de La Boca. Ella es testigo y protagonista de este capítulo triste de la historia española contemporánea; sin embargo, se muestra altiva, fuerte y aguerrida, relativizando con su actitud todas las heridas de guerra que inexorablemente lleva en el alma.

En un diálogo profundo en el que expone su visión del mundo a partir de lo que le tocó vivir, ahondamos por lejanos vericuetos de su infancia y de su presente.

Mariluz, como prefiere que la llamen, era hija de un linotipista socialista muy involucrado en la defensa del legítimo gobierno republicano. Pasó su niñez y su adolescencia de un lugar a otro. A diferencia de los niños que partieron totalmente solos, ella huyó de España junto a su madre y a su hermano, en 1937, después de vivir en primera persona el bombardeo de Guernica (inmortalizado artísticamente por Pablo Picasso).

Ríe plena cuando cuenta sus recuerdos más felices, sus anécdotas. Con verborragia dice lo que piensa. Lejos de contar su historia como víctima, de algún modo relativiza todo lo que le sucedió y lo pone en relación constante con un drama que vivieron muchas familias coetáneas.

Aún conserva su acento español, pero mucho más intactas están sus reminiscencias y los pasajes de una infancia signada por acontecimientos políticos que calaron en lo más hondo de su personalidad y de su biografía.


 

¿Cómo recuerda los primeros indicios de un clima hostil en su país, en su pueblo o dentro de su familia, siendo una niña?

Yo no me daba cuenta de nada, tenía seis años. Mi padre era socialista. Un día estábamos comiendo, y él nos dijo que nos teníamos que ir. Es lo que más recuerdo. Mi madre no lo podía entender, era algo que ella nunca superó. Y de ahí nos fuimos yendo a algunos lugares donde estaban primos de mi padre. Llegamos a un caserío, muy cerca de donde fue el bombardeo de Guernica, en Vizc

 

 

Me imagino que a nivel familiar o comunitario tomaron recaudos. ¿Sus padres le daban algún consejo en cuanto a la seguridad?

No, en mi casa no se decía nada, sólo que salgamos y entremos rápido, que no nos demoremos por ahí. Mi madre no sabía qué hacer y yo tenía una sensación de inseguridad todo el tiempo, pero a la vez era como una especie de aventura, yendo de un lado para otro.


 

En esa inseguridad y confusión, ¿llegó a vivir alguna situación límite, que la asustara especialmente?

Sí. Estábamos el colegio durante la mañana que bombardearon Guernica (lunes 26 de abril de 1937). Quería encontrar a mi hermano, pero estábamos separados porque los niños iban a una sala y las niñas a otra. Cuando empezó el bombardeo, fui tras una mujer que no me llevó el apunte, quedé ahí sola, ni me miraba, era pleno campo, y estaba muerta de miedo. Me quedó grabado que yo no le importaba nada a esa mujer, que sólo quería salvar a su hijo. Era lógico, ¿no? Yo me fui a su lado por el solo hecho de que era una persona mayor, pero yo ni existía, eso es lo que más me llamaba la atención.

 

 

¿Se cruzaron las miradas?

No, ella venía ensimismada y terminó tirándose encima del hijo, y yo venía más atrás y me quedé ahí tirada también. Recuerdo el miedo, el no saber qué hacer.

 

 

Imagino que habrá sido una sensación de absoluto desamparo.

Sí, nadie nos pudo contener, fue todo rápido. Cuando nos reencontramos, mi madre me dijo que había contado cincuenta y siete aviones, y a ella le había llamado la atención ese vuelo constante y presentía que algo raro iba a pasar. A todas aquellas madres que estaban en el caserío (a pocos metros de la escuela ubicada más abajo, como en un valle) las metieron en un túnel del ferrocarril, estaban desesperadas, querían buscar a los niños de la escuela, pero fue un desenlace rápido. Yo a mi madre la recuerdo siempre con ataques feroces de nervios, y así estuvo, enferma toda su vida.

 

 

¿Y usted cómo superó ese pasaje tan fuerte para una niña?

Lo que nos pasó a nosotros no nos pasó a nosotros solos… Mi padre era linotipista, en la guerra tenía muchos salvoconductos, y también ejerció como periodista antifranquista. Estaba en la mira como tantos. No quiero hacerlo algo personal, fuimos muchos los que las pasamos… Una guerra no es de dos o tres, es de muchos más, y algunos ni hablan. Todos los pibes que estaban en el bombardeo que te conté pasaron por lo mismo, y los maestros ni supieron qué hacer.

Tras aquel episodio nefasto, Mariluz empezó su periplo fuera de España. Partió con su madre y su hermano a Francia, y estuvieron más de dos años sin saber sobre el paradero de su padre, hasta el final de la guerra, en 1939. Arribaron a un pueblo de Borgoña, Antully.

«Nos fuimos en un barco del que mi tío era capitán. Nos llevaron primero hasta Gran Bretaña, después a Francia. Allí tomamos un ómnibus con otras mujeres mayores y niños. Nos contactaron con un conde que nos ofreció dormir en establos con los animales. Te imaginarás que nadie quiso bajar… —cuenta mientras ríe irónica—. Finalmente dimos con el alcalde de Antully, que era comunista, y nos fueron distribuyendo. Este buen hombre al otro día nos mandó a la escuela y en breve le consiguió trabajo a mi madre. Toda la gente del pueblo nos ayudó».

 

Mariluz relata que se adaptó pronto, que al mes hablaba francés, ya que desde el primer día las maestras la hacían repetir frases. Asegura que hizo amigos enseguida y que, en el grupo de pares franceses, ella y su hermano eran «los españoles».

Sólo un episodio lo revive con una comparable angustia que suscitó una vez más el miedo.

«En Francia, a la salida de la escuela, vino un ómnibus, y un tonto le dijo a Paco, mi hermano, que los franquistas estaban buscando refugiados españoles. Mi hermano y yo salimos desde la escuela hasta la casa corriendo no sé cuántos kilómetros de campo con una angustia inmensa. Me la creí, y mi hermano también, y era sólo una broma. Eso me quedo muy grabado por la reacción de miedo que tuvimos ambos, en un lugar que además no era el nuestro».

Terminada la guerra, su padre cruzó también a Francia y, esperanzado, rastreó a su familia. Estuvo asentado en Lyon y desde ahí llegó hasta Antully. Tras el reencuentro, la familia se refugió en América Latina, primero en Santo Domingo, donde vivieron un año y medio.

«Mi padre tenía la suerte de encontrar siempre trabajo, por su oficio requerido… En Santo domingo había cualquier cantidad de exiliados, y nos reuníamos con un grupo de españoles».


 

¿Su padre mantuvo la actividad política aun en América?

Él tenía comunicación con todo el gobierno en el exilio, porque nos iban llevando de un lado a otro. Quería venir a Argentina, no sé por qué, acá no teníamos a nadie, pero era la ilusión de mi viejo. En Santo Domingo estuvimos esperando que el gobierno del exilio diera la orden de partida para otro lado, porque se manejaba así, y de ahí nos fuimos a Panamá, donde habremos estado tres meses. Después a Cuba, y de ahí tomamos un barco por el Pacífico hasta llegar a Argentina. El viaje de Cuba a Panamá lo hicimos enla cubierta. Paranosotros era una aventura, y mi madre lo pasaba muy mal.

 

 

Cuando usted recuerda a su madre tan mal, ¿se refiere a que ella hubiese preferido que él no militara?

Por supuesto. Justamente una investigadora que me entrevistó me contó que ella notaba que la mayoría de las mujeres tenían reproches, que las habían sacado del lugar donde estaban felices. Es verdad eso, pero no entendían. Yo me daba cuenta de que mi madre tenía rencor, no lo verbalizaba, pero en el fondo no quería tener esa posición. Hubiera preferido una vida apolítica, quedarse con la familia, y ahora la entiendo, era algo lógico de una mujer de ese tiempo.

 

 

¿Pero usted, aún siendo una niña, luego una joven, sí comprendió el camino de su padre?

Sí, claro, a mí me parece muy bien lo que él hizo. Para mí tiene sentido la vida con utopía, creyendo en algo. Lo recuerdo como un gran tipo; tranquilo, afectuoso, no renegaba de lo que había pasado. Y me transmitió ideales y el hecho de luchar por ellos porque, como tantos otros, arriesgó todo. Estuvo en la guerra y además hizo muchas corresponsalías de un lado a otro… Mi viejo, como tenía trabajo, siempre invitaba amigos a comer a casa, y la solidaridad es algo que aprendí: los que tenían trabajo ayudaban a los que no. No pasó en vano, dejó huellas…

 

 

¿Cómo fue su llegada a Buenos Aires?

Cuando llegamos a Argentina, ya veníamos muy golpeados, y arribar acá fue como agarrarse a un salvavidas, aquí podía trabajar, estar tranquilo. Mi padre se aquietó mucho, mi madre estaba también mejor. Frecuentábamos a todos los vascos refugiados, alquilábamos en la zona de Montserrat, que por ahí estaba todo nuestro círculo social.

 

 

Ya en Argentina, y siendo usted más adulta, ¿hablaba abiertamente de cuestiones políticas con su padre?

Él hablaba abiertamente del tema. Lo que nunca nos dijo es cómo salió de España y cómo fue encontrando trabajo. Pero esos empleos no eran azarosos, es decir, había una red internacional que lo cobijaba. Sí, creo que el oficio lo ayudaba, trabajó mucho en diarios, pero seguramente se comunicaba con alguien que intercedía para poder establecernos.

 

 

¿Sus padres volvieron a España?

Mi padre, cuando murió Francio, tenía la ilusión de volver… No volvió (falleció de cáncer, como la mayoría de linotipistas), y mi madre no quiso regresar. Para ella se había terminado todo mucho antes. ¡Pobre vieja! Ahora la entiendo, pero de chica me daba una bronca bárbara. Es interesante la historia de esos matrimonios en que las mujeres acompañaban pero como mártires, era una cosa que a mí me reventaba. Esa es la otra historia, la educación de la época, y el papel de la mujer en ese tiempo. Muchas lo vivieron así.

 

 

Sin embargo, ver eso desde chica y de cerca parece que le hizo tener, como mujer, una postura opuesta a ese modelo femenino.

Yo agradezco, en cierto modo, todo lo que me pasó en la vida… Pobre mi viejo que tuvo que morir aquí, porque él quería morir en su San Sebastián querido… Pero a mí me formó de una manera… O sea, cometí errores, me metí en líos, pero no importa, a mí me sirvió de mucho. Yo no puedo ver la vida de la manera en que la ven otros, me marcó. Noto que tal vez me hizo mal y que no puedo condescender en algunas cosas. Ahora que tengo 81 años sigo siendo así, imagínate a los 30… No me paraba ni Cristo (suelta una carcajada).

 

 

¿Y usted regresó a España?

Fui en el 90 y me encontré con gente, familia que no la conocía, y eran todos nacionalistas. Después estuve dos veces más. No me acuerdo mucho de mi San Sebastián natal. Mis recuerdos empiezan a partir de Francia. Nunca estuve arraigada a ningún lado, recién acá en Argentina… Estábamos acostumbrados a andar así, y en el fondo ya era usual tener que partir a otro lado. Debe de haber sido terrible para los que se fueron solos, yo al menos me exilié con mi madre y hermano.

 

 

Con toda esta historia de vida, siendo adulta, ¿militó de manera activa?

Sí, trabajé mucho en el sindicato de bancarios, no me afilié a ningún partido, pero tuve afinidad con el peronismo porque me pareció que eran los únicos que hacían algo, dentro de mis ideas… Y después poco a poco, nunca fui delegada, pero siempre trabajé por el sindicalista. Me echaron después de una huelga bancaria, tuve muchos trabajos pero después vino Perón, y nos reincorporaron a los que fuimos despedidos por motivos políticos.

 

La itinerancia de su recorrido sólo permitió que formalizara su educación hasta sexto grado, pero en Buenos Aires, siendo una jovencita, hizo un curso en IBM, donde aprendió a trabajar con máquinas que nos describe como si fueran «telares modernos».

 

 

Fue una mujer de avanzada para su época.

No sé si de avanzada, pero evidentemente tenía el sello de vida.

 

 

¿Siempre pudo hablar con tanta naturalidad y apertura sobre su historia personal y familiar?

Siempre pude hablarlo porque estoy muy orgullosa de mi viejo. «Yo soy hija de un socialista español que perdió la guerra»… Siempre lo dije con orgullo, desde chiquita repetía eso.

 

 

En 2005 hubo una ley que de alguna manera intentó compensar a los niños y jóvenes desplazados por la guerra civil española. ¿Usted cree que hubo resarcimiento?

No pasa por las leyes, pasa por el pueblo español que no nos reconoce. Yo no quiero ser una heroína, pero quisieron tapar todo. No digo que reivindiquéis lo que hicieron, pero por lo menos no negarlo. A mí en los 90 me seguían pidiendo que hablara bajo, y Franco hace cuánto había muerto… La clase media es un reflujo medio extraño, por ahí te da grandes tipos y después te da toda esa parte que nunca se arriesga a nada, que siempre está con el más poderoso, que piensa primero yo y después los demás. Todos los seres humanos somos así, pero ya como clase es muy determinada, yo veo eso. Y creo que en España es muy notorio.

 

 

¿Entonces no hubo resarcimiento real?

Personalmente no lo espero, más me gustaría un reconocimiento a mi viejo, a todos los que lucharon y se tuvieron que ir sin nada, y muchos que quedaron bajo tierra y también los taparon… Eso es lo que no puedo soportar.

 

 

Más allá de esta última respuesta, la sensación de su testimonio es, después de todo, positiva. Tal vez su personalidad impetuosa, su buen humor o su fuerza interior hacen que sorprendan de su relato la lucidez, la vivacidad de su pensamiento, sus convicciones ideológicas y el modo de parase ante la vida después de un recorrido duro que, como en algún momento ella misma dijo, «no pasó en vano, dejó huellas…».

Vivir para contarla —como tituló García Márquez sus memorias— permite que el testimonio agudo de Mariluz sea una entre miles de historias surcadas por un acontecimiento que exige revisión y que no merece olvido.

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