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27 diciembre, 2012

El arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, último de los grandes representantes vivos del inicio del modernismo, deja tras 104 años de vida un inmenso legado material y conceptual en el mundo de la arquitectura.

 Por: Alejandro Barba Ramos

Frank Lloyd-Wright, Le Corbusier, Mies Van der Rohe, Walter Gropius, Alvar Aalto… Grandes nombres de la arquitectura cuya simple mención provoca automáticamente un viaje en el tiempo para desembarcar en la primera mitad del pasado siglo XX, el período más relevante, sin duda, de la arquitectura moderna. Un punto de inflexión, una etapa de la historia del arte en la que confluyeron todos ellos. Genios del cálculo, la regla y el plano, que revolucionaron el mundo de la arquitectura hasta entonces conocido y que, además, por su enorme influencia, sentarían las bases de la arquitectura que se desarrolla hasta nuestros días. Desaparecidos hace décadas, sus obras materiales, así como las teóricas, los harían inmortales para la historia del arte. Sin embargo, el tiempo, la fuerza, las ganas de vivir y la pasión por el trabajo han permitido que el mundo de la arquitectura y del arte haya podido disfrutar hasta el presente año del genio que faltaba en esta sublime nómina: el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer.

Hablar de la arquitectura de Niemeyer es hacerlo de su propia vida; su dilatada, casi eterna vida. Su maestria, referente clave para toda la arquitectura del siglo XX, no fue más que el resultado de una fiel plasmación de sentimientos, su pasión por la vida y por todo lo que amaba.

De carácter y espíritu rebelde, amante de la bohemia, se afilió desde muy joven al Partido Comunista y siempre se caracterizó por ser una persona inconformista, rebelde ante lo establecido. Su maduración como persona, y una posición social más asentada tras contraer matrimonio, obligaron en cierta forma a que Niemeyer templara un poco ese espíritu inquieto y rebelde. No obstante, el espíritu seguía, más interiorizado, pero seguía latente en el artista. Su profesión sería la válvula de escape para esos sentimientos de libertad, de luchar contra las normas y lo preestablecido. La pretensión máxima de sus obras se fundamenta por encima de todo en la libertad, la libertad frente a preceptos o directrices restrictivas y racionales. Es una constante huida, un constante despojo de temores. El arte, y por consiguiente la arquitectura, habían estado hasta entonces supeditados a las distintas doctrinas, teorías y corrientes «oficiales» de cada período. Como consecuencia de ello, Niemeyer pensaba que las construcciones, hasta entonces, estaban carentes de genio y personalidad. No dejaban de ser edificaciones frías, alejadas tanto del ser humano como de la naturaleza que las rodeaba.

Para Niemeyer, en la arquitectura hay que dejar volar la imaginación, no supeditando todo el trabajo a la férrea doctrina de la escuadra y el compás. Las formas simples, las formas armoniosas que tienen como único fundamento el racionalismo —doctrina que defendía Le Corbusier, con quien llegó a colaborar—, representan para él algo totalmente exento de sentimientos y lleno de simpleza. Fue entonces cuando el arquitecto brasileño adoptó un precepto hasta entonces «maldito» en la arquitectura: en lo natural está lo bello, lo monumental. Si armonía y matemáticas no van acompañas de espontaneidad, sentimientos, diversidad, la obra se queda en algo tristemente simple y carente de todo tipo talento.

Para conseguir plasmar en la arquitectura todo lo que deseaba, el maestro brasileño no pudo encontrar mejor fuente de inspiración que la naturaleza que lo rodeaba y contemplaba diariamente. Afirmaba que «no me atrae el ángulo recto ni la línea dura e inflexible creada por el hombre, lo que me atrae es la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer amada, y las del universo».

Nuevos materiales, como el concreto, jugarían sin duda a favor de la estética perseguida por Niemeyer. Al tratarse de un material elaborado que hay que dejar reposar, se le abría la posibilidad de moldearlo a su gusto y forma, previa fraguación del compuesto. Es entonces cuando el genio desplaza a un segundo plano la línea recta en las estructuras y comienza a trabajar con el concreto, dándole novedosas formas curvas, que además favorecen la sensación de ligereza e ingravidez en las edificaciones. Ese juego de líneas rectas y curvas con el concreto es, sin lugar a dudas, la gran aportación a la arquitectura moderna de Niemeyer; la plasticidad con la que trabajará las estructuras (curvas, ovales, etc.), el lirismo de las formas, será sin duda uno de los principales hitos de la arquitectura del siglo XX.

Aunque no sea predominante, ya en una de sus primeras y destacadas obras (colabora con Le Corbusier en el edificio que alberga la sede de Naciones Unidas en Nueva York), se atisban esa inquietud y ese deseo de trabajar con la línea curva y romper con la rigidez del ángulo. Su prestigio como poseedor de una visión plástica de Ia arquitectura, totalmente personal y única, lo llevaría en unos años hacia uno de los proyectos más ambiciosos y por el que será reconocido mundialmente: diseñar íntegramente la nueva capital de Brasil, Brasilia, a partir de 1956. Será aquí donde el arquitecto pueda comenzar a desarrollar plenamente sus valores y dar rienda suelta a sus ideas constructivas, dando a los edificios la plasticidad, el ritmo, la libertad y la belleza sinuosa que siempre había buscado. Lo que a priori parece resultar una fría planicie donde ubicar una nueva ciudad se convierte, bajo la mano de Niemeyer, en un lugar de formas sugerentes, lleno de curvas que evocan sensualidad, calidez, que imita a los elementos y los ritmos de la naturaleza que lo rodean, a la par que dota al espacio de una monumentalidad extraordinaria. En el caso de Niemeyer, la monumentalidad siempre se basa en la complejidad de las formas, no en su grandilocuencia. Siempre rechazó la monumentalidad en el sentido de hito, de suntuosidad.

De entre todos los edificios planeados por el arquitecto para la nueva capital brasileña, resalta uno por ecnima de todos: la Catedral. Una colosal estructura sustentada sobre brazos convexos al exterior que imitan las raíces de la tierra, la flor que parte del suelo y que se eleva hasta el cielo abriéndose al extremo. Sencillamente simboliza el abrazo de la tierra con el cielo, de la naturaleza y el hombre con Dios. A pesar de su monumentalidad, la estructura resulta altamente ligera por el inteligente uso de los pilares curvados asentados sobre el suelo, unidos en su parte central para consolidar la altura y que luego se abren nuevamente en el extremo superior. Desaparece ya el muro cerrado, frío y duro, que hasta entonces se venía usando. El color blanco de la catedral, al igual que del resto de las edificaciones, tampoco resulta casual. El blanco puro conecta aun más la construcción con el cielo sobre el que se eleva y con el entorno, sin que un edificio llegue a destacar más que cualquier otro elemento de la naturaleza que lo rodea. También el blanco facilita una mejor visibilidad sobre el azul del cielo y propone al espectador una naturaleza más serena, amable. Es por ello por lo que el blanco será el color que Niemeyer elegirá mayoritariamente en sus contrucciones, por ese punto de calma que ofrece al espectador y que además resulta menos invasivo hacia el entorno. En sucesivas construcciones, iría introduciendo volúmenes en colores primarios (rojo, amarillo y azul) para dinamizar más el ritmo del conjunto.

También en esa evolución, las formas comienzan a tener cada vez más vida propia, se acercan al espectador, abrazan al visitante que las penetra, interactúan con el ser y con el entorno que las rodea. Se vuelven más sinuosas. Las contrucciones dejan de ser elementos colocados groseramente sobre el paisaje. Niemeyer consigue involucrar el edificio, mimetizarlo con el paisaje y el hombre. Lo hace parte de ellos, un elemento más. Las mutaciones en las formas son constantes, moldeando el concreto de mil y una formas, otorgando a sus construcciones una plasticidad visual jamás conocidas. Desde la iglesia de San Francisco, realizada en 1943, pasando por las construcciones en Brasilia (1956-1960), el Centro Cultural de Le Havre (1972), el Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi (1996), su propio museo en Curitiba, el Auditorio de San Pablo, hasta el más reciente de los ejemplos, el Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer en Avilés, inaugurado en 2011. Todos y cada uno de ellos son como las notas que se deslizan sobre el pentagrama (el paisaje). Dinámicos y rítmicos, casi etéreos, plagados de plasticidad y sumamente bellos.

El carácter pasional, de amor por la vida y por lo que hacía, llevó a que este maestro de la arquitectura del siglo XX no dejase de trabajar hasta el último de sus días. Aun desde su estudio, se lo podía ver revisando o atendiendo cada uno de los proyectos que al día de hoy están en marcha. Oscar Niemeyer deja un extenso legado material y conceptual para el mundo de la arquitectura. Un genio centenario que hacía poesía a través de la arquitectura.

A sus casi 105 años, desde «arriba», sabiendo de la maestría del arquitecto brasileño, seguramente lo han reclamado para que haga del cielo un lugar más bello, poético y armonioso.

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