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14 marzo, 2013

El Op-Art surgió a mediados del siglo XX como un movimiento artístico más físico que emocional. El uso de ilusiones ópticas otorgaba al espectador un papel activo frente al tradicional papel contemplativo. Desde sus inicios, Sudamérica ha sido punta de lanza de este movimiento.

Por: Alejandro Barba Ramos

El arte siempre tuvo, a lo largo de los siglos, una intención emocional con respecto al observador que contemplaba una obra. Esta era el medio por el que el artista transmitía un mensaje que despertaba en el receptor, el espectador, determinadas emociones. Será ya a finales del XIX y principios del XX cuando los distintos movimientos artísticos, las vanguardias, comiencen a plantearse otras cuestiones respecto de la obra, más allá de lo puramente emocional. El impresionismo, por ejemplo, se preocupó de captar la luz y cómo incidía esta sobre los objetos. El futurismo, de captar el movimiento de los objetos en la realidad. El cubismo, en cambio, buscó representar la tridimensionalidad, la totalidad de lo que contemplamos sobre la bidimensión.
A mediados de siglo, el espectador se sentía agotado, huidizo de un arte que cada vez le resultaba más ajeno y lejano. Era necesario un cambio que diese al espectador un papel protagónico para con la obra y recuperase así interés por el arte. El Op-Art (abreviatura de Optical Art) nacería con esta idea de involucrar más al espectador en la obra. ¿Cómo conseguirlo? La respuesta pasaba por ir más allá de la simple transmisión emocional a través de ella. Era necesario provocar además algo físico en el espectador, para que se estableciera una mayor implicación, relación e interacción con la obra. Para este propósito, el Op-Art recurrió al uso de las ilusiones ópticas (cromáticas, morfológicas, geométricas…). Aplicando estas ilusiones, se conseguía una obra dinámica, cambiante, con variación de colores y formas ambiguas según se posicionase uno ante ella. Era el recurso para captar la total atención del espectador y que se sintiese parte fundamental de la obra. Los ojos y los movimientos de quien mira son los que dan vida y sentido a la obra. Que la obra sea de una u otra forma dependería directamente del espectador. Frente a una actitud contemplativa-pasiva, ahora el espectador es parte activa de la obra. Recuperaba protagonismo. Vasarely, considerado el padre del Op-Art, en su Manifiesto amarillo afirmó que la cinética visual se basa en la percepción del espectador que se considera el único creador, jugando con las ilusiones ópticas.
Los orígenes del movimiento artístico se encuentran en las experimentaciones que ya venía desarrollando la Bauhaus acerca del geometrismo abstracto y sobre las que posteriormente profundizó Vasarely. La gestación del Op-Art como movimiento propio comienza a partir de la muestra realizada en 1958 en Estados Unidos, en la galería Denis René. Allí se expondrían obras de corte cinético de artistas como Calder, Man Ray, Soto o Vasarely. Más tarde, en 1965, el MOMA organizó la exposición The Responsive Eye, en la que participaron diversos artistas ya identificados plenamente con el movimiento: Keneth Noland, Riley, Omar Rayo o Sempere.
La muestra sirvió para definir y consagrar al Op-Art, que tuvo un enorme éxito, tanto de crítica como de público, y un enorme desarrollo en la década del 60. Su increible aceptación también se debió en parte a la estética que el movimiento ofrecía, una estética que rápidamente comenzó a trasladarse a otros campos, como la publicidad, el diseño o la moda.
Muy significativos resultan el arraigo del estilo y la ingente cantidad de artistas de primer nivel vinculados al Op-Art con foco en el continente sudamericano. Tanto es así que los más destacados artistas del movimiento hasta el día de hoy son latinoamericanos: Omar Rayo (Colombia), Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz-Díez (Venezuela), Julio Le-Parc (Argentina) o Enrique Careaga (Paraguay). Cabe preguntarse por qué, a diferencia de otros movimientos artísticos, el Op-Art en Sudamérica alcanzó tal desarrollo y nivel. El propio Careaga afirmaba, sin resultar desacertada su apreciación, que entre los diseños geométricos ancestrales de la cerámica o las telas indígenas de Sudamérica y las representaciones del arte óptico había una enorme similitud, un paralelismo de estilos. El desarrollo del Op-Art en Sudamérica, por lo tanto, es mayor porque el uso de entramados geometricos ricos en colores era un recurso estético arraigado desde hacía siglos en el continente.
Omar Rayo (1928-2010) es el poseedor del estilo más puro, e incluso sobrio, dentro de los artistas enmarcados en el Op-Art. Su obra se caracteriza por la representación de figuras claras (generalmente, el cuadrado o el rectángulo como eje principal de la obra) y líneas zigzagueantes e intrincadas que envuelven y entrelazan, generando un enorme dinamismo, a la figura principal. Un estilo geométrico-óptico de colores primarios, negros y blancos que parece arrancar del neoplasticismo de Piet Mondrian. La obra de Rayo evidencia de forma nítida el vínculo entre el arte geométrico y lo ancestral de las formas básicas, las líneas y las figuras del arte indígena.
Venezuela fue sin duda el gran foco del Op-Art en Sudamérica. Además de otros muchos, vio nacer a dos de los máximos exponentes del movimiento: Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz-Díez. Jesús Rafael Soto (1923-2005) se destacó dentro del movimiento por sus trabajos de corte escultórico, aunque también se dedicó a la pintura. Soto defendía que no existía la obra sin el espectador, y esta premisa le llevó a trabajar durante toda su carrera. Fue el creador de esculturas que podían ser penetradas, recorridas y caminadas por el espectador. Por eso se las denominó «penetrables». Soto consiguió generar con ellas una interacción total del hombre y la obra. El color y la distribución de cada una de las piezas estaban estudiados metódicamente para generar de manera virtual diversos movimientos y fluctuaciones. El resultado era un objeto/obra cambiante, por lo que era el propio espectador quien debía definir la obra. Además, las estructuras y los materiales que conformaban la escultura (plexiglas, vinilo, metal…) eran suspendidos en el aire para generar más movimientos (reales en este caso). Arte óptico y cinética van de la mano en el caso de Soto. O, lo que es lo mismo, movimiento real y movimiento virtual. También se volcó en el estudio y desarrollo del denominado “Patrón de Moiré” y el efecto que este produce. El patrón es el resultado de superponer dos «rejillas» de líneas paralelas con cierta angulación. El ojo humano «crea» bandas anchas horizontales de distintos colores y, al desplazar la mirada, se genera un movimiento virtual sobre la figura (movimiento ondulante). Soto variaba las angulaciones o modificaba la distancia entre las «rejillas», para sus distintas obras. Muchos de sus «penetrables» los creó a partir de ahí, al igual que muchas de sus obras pictóricas. Otras obras destacadas de Soto fueron su Espiral con plexiglas o La cajita de Villanueva.
Carlos Cruz-Díez es otra de las grandes figuras del Op-Art. Nacido en el mismo año que Soto, su extensa obra se articula fundamentalmente a través del color. Sometidos a distintos patrones, pautas o ritmos, y distribuidos tridimensionalmente sobre el plano (en la superficie y sobre los laterales y frontal de listones de madera, vinilo o metal), los distintos colores se van degradando, acentuando o modificando en función de la posición que adopte el espectador ante la obra. El observador debe participar trasladándose de un extremo a otro: es atrapado por la obra. Para tal efecto, deben darse tres condiciones cromáticas que permitan que el movimiento/cambio que se percibe sea posible: el color aditivo, el sustractivo y el reflejo. Todo este trabajo y experimentación se recoge en sus Fisiocromías, en las que trabaja desde 1959. El color es el elemento que permite al espectador participar de la obra y ser protagonista junto a ella. Son obras en las que el color sale del lienzo, penetra y se fija, se mueve de izquierda a derecha y viceversa. La obra de Díez busca no limitarse al plano sino jugar en el espacio. Ese deseo de llevar al espacio el color lo condujo a trabajar en las Cromosaturaciones. Son distintos espacios iluminados monocromáticamente en varios tonos (un espacio en verde, uno en azul, otro en rojo…). El color ahora se convierte en una realidad palpable, al salirse del plano tradicional. Nos rodea, lo cruzamos y lo respiramos. Para Díez, es fundamental vivir el color, no solo contemplarlo, y con estos espacios lo consigue plenamente. En 2012, el MALBA acogió una magnífica retrospectiva del genial artista venezolano, donde se podía ver parte del trabajo realizado para sus Fisiocromías y Cromosaturaciones.

[showtime]

Por su parte, el argentino Julio Le Parc, fundador del grupo GRAV (Groupe de Recherche d´Art Visuel) en 1960, va un poco más allá en esa búsqueda de hacer partícipe de la obra al espectador, usando el «engaño» visual. Su obra resulta sumamente heterogenea pues, además de recurrir al color, a todo tipo de efectos e ilusiones ópticas, incorpora como novedad la luz y los sistemas mecánicos como generadores de movimiento. Su arte, al igual que el de Soto, es una simbiosis perfecta entre el Op-Art y el arte cinético. Instalaciones con placas reflectantes que se mueven accionando un mecanismo, estructuras por las que fluyen líquidos, colores flúor, objetos que cuelgan de hilos de nailon, etc. La participación del espectador en sus obras es máxima; pueden recorrerse con la vista o físicamente, penetrarlas, e incluso en algunas de ella accionar directamente el mecanismo para que se inicie el movimiento. Su pintura se caracteriza por los entramados o las modulaciones en gradaciones de grises, y luego incorporando colores.
A través de todos los recursos visuales, lumínicos o cromáticos, virtuales o no, la intención del Op-Art ha sido sencillamente la de devolver el arte al público, hacerlo más partícipe de la obra. Hacer que el espectador se sienta identificado con ella, proclamarle que él es parte importante de ella y su creación. Recuperar algo vital que estaba desapareciendo: la democratización del arte.