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7 junio, 2012

 

LITERATURA

 

Reconocido por su prosa rica e ingeniosa, sus personajes queribles y sus historias satíricas y sentimentales, la obra del autor de La hora sin sombra destaca entre sus constantes la búsqueda de la argentinidad y la tenacidad de los perdedores para continuar soñando.

 

 

Por Carlos Algeri

 

 

«Acaso cometo el pecado de vestir a los perdedores con el ropaje de los sueños», reconoció en el momento en que sus novelas se esfumaban vertiginosamente de los anaqueles de las librerías argentinas. Podía tratarse de una defensa ante los virulentos ataques de colegas que nunca toleraron ni su éxito ni la fidelidad de sus lectores. También, si se quiere, de una declaración de principios en la que —muy a su manera— el pecado terminaba convertido en virtud.

Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 6 de enero de 1943 – Capital Federal, 29 de enero de 1997), fue un escritor imaginativo, provocador, capaz de macerar la alquimia perseguida por todo narrador: entretener, promover la reflexión y conmover.

Sus comienzos como periodista (trabajó en los diarios La Opinión, El Cronista Comercial y Noticias, y en las revistas Primera Plana, Confirmado y Panorama) cincelaron su estilo literario posterior, en el cual se privilegia la narración y el conflicto dramático entre los personajes. Soriano admitía que «el periodismo es una de las profesiones más difíciles de abandonar», ya que era un universo a la medida de su bohemia: viajes, charlas de redacción e interminables noches en los cafés de Buenos Aires.

Como buen periodista que era, sus crónicas y artículos se destacaban por la firmeza de sus descripciones y su capacidad para traducir con atractiva sencillez asuntos muy complejos, desde el caso Robledo Puch hasta la trágica historia de Gatica. Su paso hacia la literatura fue tan natural como previsible.

Autor de una de las mejores primeras novelas que se recuerden, en Triste, solitario y final (1973) se arriesgó a involucrarse como personaje junto a sus amados Stan Laurel, Oliver Hardy y el detective Philip Marlowe (creado por Raymond Chandler). Lo que en otro autor hubiera resultado insolente, en Soriano rozó la genialidad.

Si aquella mítica novela no logró en su momento el Premio Casa de las Américas fue porque, según me confió en privado uno de los tres jurados de aquella edición, «la novela deja muy mal parado a Charles Chaplin y los norteamericanos no lo hubieran tolerado». En realidad, Triste, solitario y final relata bajezas del genial cineasta que las biografías omiten prolijamente. Por ejemplo, los innumerables llamados telefónicos que realizó a las productoras cinematográficas para que se abstuvieran de contratar a Laurel y Hardy, que estaban en el apogeo de su carrera y a quienes Chaplin consideraba dos competidores peligrosos.

A John Wayne no le va mejor. Amigo personal de Oliver Hardy, en épocas de desesperación laboral, el “Gordo” fue a ver a su amigo, por entonces el cowboy más famoso del mundo y uno de los personajes más influyentes de Hollywood, para pedirle trabajo. La respuesta de Wayne fue tan vil como las de los personajes de ficción que enfrentaba en la pantalla: un bolo para Hardy en una película de categoría degradante.

Soriano se negaba a transigir con lo que consideraba injusto. No tardó en darse cuenta que la Argentina de 1976 representaba para él un peligro mortal. Alérgico a los totalitarismos, hizo escala en Bélgica primero y en Francia después, durante los años de plomo. En el exilio se forjaron otras dos novelas extraordinarias: No habrá más penas ni olvido (1978), implacable vivisección del gen peronista de los 70, y Cuarteles de invierno (1980), notable metáfora de la última dictadura vernácula, sin tics ni clichés, en la que dos perdedores en debacle terminal (un cantor de tangos y un boxeador) rebuscan en los bolsillos sus últimos sueños.

Por la primera, numerosos peronistas trinaron contra Soriano, acumulando adjetivos de los cuales el más tibio fue «gorila». Tipificaciones injustas (acaso empujadas por la efervescencia preelectoral de 1983, cuando la Argentina volvía a la democracia) hacia un escritor que no fue peronista pero que siempre respetó a los íconos máximos del movimiento: Perón y Evita, quienes aparecerían en relatos y novelas posteriores, como personajes queribles y nostálgicos de su infancia.

Soriano, confeso hombre de izquierda y apasionado polemista político, nunca temió a los desafíos. La desopilante A sus plantas rendido un león (1988) se atrevió a redoblar la apuesta en cuanto a audacia: la Guerra de Malvinas como eco en medio de una revuelta en un inexistente país africano, donde un falso cónsul, Faustino Bertoldi, siente estallar su argentinidad.

Cuando Malvinas era aún una herida sangrante, la novela hurgó en las entrañas de un perdedor típicamente sorianesco para explorar las nociones de patria, fidelidad y heroísmo, si es que estas cuestiones fueran posibles en tan disparatado contexto. El propio autor me contó, sorprendido y halagado, que una noche lo llamó Alberto Olmedo (a quien Soriano admiraba profundamente) para contarle que había leído la novela y para confesarle que le gustaría encarnar a Bertoldi en el cine.

Otro amigo del escritor, el director y productor Héctor Olivera (quien ya había dirigido una eficaz versión fílmica de No habrá más penas ni olvido en 1983) acarició la idea de llevar a la pantalla A sus plantas rendido un león. Sucumbió ante la monumental producción que necesitaría la potencial película en la cual necesitaría, entre otras cosas, un ejército de monos que toma por asalto un tren y participa de una revolución. Igualmente, Olivera tendría revancha en la novela posterior de su amigo.

En Una sombra ya pronto serás (1990), entre humor, nostalgia y poesía, Soriano  bucea en la dicha y en la tragedia de ser argentino. Un ingeniero en informática sin nombre y un italiano apócrifo son las llaves para una magistral novela de ruta en la que los protagonistas, a falta de efectivo, apuestan sus ilusiones en una partida de truco. O donde los caminos, sin señales, conducen a ninguna parte.

El año de su publicación indujo a un par de lecturas sesgadas que veían simplemente una crítica satírica al menemismo. El prisma de Soriano, periodista hiperinformado que leía varios diarios por día y escuchaba radio todo el tiempo que podía, iba mucho más lejos: atisbaba un mundo que se despedazaba a pasos agigantados, del que la Argentina no estaba ajena.

La novela fue, como su predecesora, un éxito arrollador de ventas y su calidad literaria comenzó a empujar a la capitulación a algunos críticos que, hasta entonces, habían denostado o directamente ignorado la obra del marplatense, y ahora comenzaban una justa reivindicación. Por su parte, Olivera filmó una película notable —de las mejores de su extensa filmografía— con Miguel Ángel Solá y Pepe Soriano como protagonistas, inexplicablemente ignorada por el gran público.

El ojo de la patria (1992), con su prócer momificado revivido por un chip, y un espía porteño en medio de la operación Milagro Argentino, antecedió a su novela más riesgosa y autobiográfica: La hora sin sombra (1995). Exquisita manifestación de madurez literaria, Soriano volcó en ella, sin pudores, sueños de infancia, el recuerdo de su madre y el reencuentro con la que siempre fue, en vida y obra, la figura trascendental: su padre.

«Todos perseguimos nuestra ballena blanca», se permite reflexionar el narrador, corporizando literariamente la admiración del autor por Moby Dick, de Melville (a la que consideraba «una novela monumental») y reafirmando su compromiso con el territorio que mayor desvelo le provocaba: el de los sueños.

También hubo cuatro libros con artículos periodísticos, cuentos y evocaciones: Artistas, locos y criminales (1984); Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988), Cuentos de los años felices (1993) y Piratas, fantasmas y dinosaurios (1996), donde aprovechó, entre otras cosas, para ajustar cuentas con los detractores del fútbol (deporte que jugó y amó), dejando como herencia a un inefable entrenador, el Míster Peregrino Fernández, o el relato de «El penal más largo del mundo»; sin olvidar un cuento para niños, «El Negro de París» (1977), en el cual nostalgia y exilio construyen un texto de sobrecogedora fuerza poética.

«Un autor debe estar a la altura de sus personajes», me aseguró una calurosa tarde de principios de los 90. Porque este hombre que detestaba la frivolidad y aborrecía la ostentación firmó contratos millonarios, pero frente a su casa  de la Boca, donde vivió antes de mudarse a un departamento en Palermo, estacionaba un Dodge 1500. «En mi barrio no hay lugar para otro coche que no sea ese», me explicó.

Cinéfilo empedernido, admiraba el cine de autor. Con inocultable orgullo refirió la anécdota de cuando participó en Europa en una conferencia compartida con el escritor austríaco Peter Handke, guionista de varias de las mejores películas del alemán Wim Wenders. La conferencia tomó un rumbo inesperado, ya que Handke compartía una pasión con su colega argentino: el fútbol. Soriano recordaba, divertido, que durante casi una hora no se habló nada de literatura, pero que tanto ambos disertantes como el público lo pasaron muy bien.

«Un escritor debe ser un desmesurado, porque los mesurados son buenos ciudadanos pero malos escritores», suscribió en una entrevista que le realicé. Se acostaba con las primeras luces del amanecer y se despertaba bien entrada la tarde, una rutina que comenzó a abandonar cuando nació Manuel, su único hijo, que heredó el fanatismo futbolero por los colores de San Lorenzo, club cuya sala de prensa lleva desde hace años su nombre. A partir de ese momento, el gen de la paternidad fue acotando horarios, generando mayor cantidad de encuentros. La noche del escritor comenzaba a ser más corta.

Osvaldo Soriano hablaba como escribía y escribía como hablaba. Realidad y ficción eran barreras cuyos límites no estaba dispuesto a demarcar. Probablemente los hechos que contaba no hubieran acontecido como él los relataba. Acaso seguía inconscientemente el precepto artístico del mítico director cinematográfico John Ford: «Entre la realidad y la leyenda, yo filmo la leyenda».

Entre los autores que más admiraba figuraban, entre otros, Raymond Chandler, Graham Greene («Nunca creí que un católico pudiera escribir de esa manera», me confesó sin ambages), Julio Cortázar (de quien fue amigo), George Simenon, Joseph Conrad, Jorge Luis Borges. Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti, aunque su primer cruce con el uruguayo no fue muy cordial. Soriano contó que, una vez terminada la escritura de Triste, solitario y final, le envió el original al autor de El astillero, que por entonces vivía en Madrid. No volvió a saber de él hasta que la casualidad (o la causalidad) los cruzó en un ascensor. Soriano tomó valor para preguntarle a Onetti (reconocido por su permanente malhumor) si había leído su novela. Fiel a su carácter huraño, el uruguayo sólo le respondió: «Esa cosa puede andar bien en los Estados Unidos». Y no dijo nada más; ni siquiera se despidió.

Por fortuna, esa vez Onetti se equivocó, y «esa cosa» fue la piedra fundacional de una carrera truncada a los 54 años por la afición del escritor al cigarrillo, que había abandonado un año antes de morir por un cáncer de pulmón.

Uno podría (o tal vez debería) imaginar que ese 29 de enero de 1997, a la orilla de una  laguna de la mítica  Colonia Vela de No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno, conmocionados y entristecidos, los personajes de Soriano depositaron en el agua, envuelto en una mortaja ad hoc, al Gran Pez, aquel capaz de volver reales todas las historias, de embellecer lo trágico, de atravesar luminosamente la oscuridad, aquel que los acompañó a ellos en cada una de sus alucinantes y alucinadas correrías.

Ya lo anuncia la voz del narrador en el final de la obra maestra de Tim Burton: «Un hombre cuenta sus historias tantas veces que al final él mismo se convierte en esas historias. Siguen viviendo cuando él ya no está. De esta forma, el hombre se hace inmortal».

 

 

 

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