Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image
Menu +

Arriba

Top

14 noviembre, 2012

 

Historia de un viaje y un encuentro: la leyenda de don Mancuello.

 

Por: Rafael Giménez

 

Convivimos constantemente con leyendas contemporáneas. Algunas historias entran a la literatura por la puerta grande, otras pasan a formar parte del folklore local, y hasta algunas dan nacimiento a monumentos o denominaciones que configuran, en cierto modo, la identidad del lugar donde se dieron. Otras tantas historias son olvidadas o se suceden sin notoriedad ni mención alguna. El relato que paso a desarrollar narra mi encuentro con don Mancuello, el personaje central de una pequeña leyenda que se reproduce (o reproducía) año tras año en los vagones del Gran Capitán, el veterano tren que une la ciudad de Buenos Aires con la de Posadas, en Misiones.  

 

Cuando la casa emergió por detrás de unas plantas secas, empezamos a creer que quizás la historia sí era cierta después de todo. Rodeado de árboles frutales, el caserón se alzaba en un estado de deterioro tal que nuestras esperanzas empezaron a gotear con el calor, dejando en nuestras caras y cuellos una estela morada, el color que adopta la suciedad en Misiones. El rojo de la tierra y el verde de la vegetación me produjeron por un instante una sensación navideña que poco y nada tenía que ver con lo que estaba pasando. La construcción parecía ser el casco de una estancia y, por lo que se veía detrás, el terreno estaba dedicado a la cría de cebúes, esa especie de vaca jorobada y cornuda, de carne dura y mal carácter. Había llovido por dos días, y esa mañana soleada los hongos asomaban por entre las bostas secas de esos extraños animales. Era cerca del mediodía, y el aire se volvía cálido y denso, como una gelatina tibia y transparente que lo abarcaba todo. Recordarlo, ahora, semeja intentar reconstruir un sueño; pero, como todo relato, lo mejor es comenzar por el principio, y para hablar de Mancuello hay que hablar del Gran Capitán.

 

De la Chacarita a El Dorado

La travesía del Gran Capitán, que parte de la estación Federico Lacroze, en Chacarita, es una odisea no recomendable para gente sin paciencia, con problemas de salud o con aversión a la mugre. Se trata de un trayecto de entre dos y tres días (depende del tren, las vías, el clima, la empresa, la época del año, Dios y la suerte), a bordo de un tren sin agua que parte del norte de la provincia de Buenos Aires, cruza Entre Ríos y Corrientes, y llega al sur de Misiones. El calor agobiante del Litoral se suma al hacinamiento y a las constantes roturas de vagones o locomotoras, sin contar el pésimo estado de las vías que, por trayectos, obligan a la formación a avanzar a paso de hombre (como en el tramo que yace luego del cruce del Paraná, entrando a Entre Ríos desde Buenos Aires), entre pedazos de trenes destrozados que se agolpan al costado de las vías. Los sobrevivientes de los pueblos que aún tienen estaciones satisfacen la enorme demanda de sánguches de milanesa, cerveza, gaseosa, agua, cigarrillos, golosinas y demás bienes de consumo que se necesitan para sobrellevar tremendo viaje. Cuando el tren llega a Posadas, los pasajeros que descienden parecen haber llegado de la guerra. Pero tiene su encanto. Los paisajes. Las horas de ocio esperando que venga una locomotora nueva porque «Elvira» ya no funciona. Sólo el sol y los esteros. La calma de las pampas y un tren detenido. Grupos de personas comiendo, charlando, durmiendo en el pasto, jugando al fútbol, haciendo malabares, jugado a las cartas; en fin, olvidándose por un rato de todo, comportándose libremente, ociosamente, en lo que se dice (injustamente) «el medio de la nada». En el Gran Capitán coexisten familias que viajan a visitar a sus parientes o que regresan de Buenos Aires a sus hogares, turistas que buscan conocer la selva y las cataratas, y una tercera categoría de viajeros, los mochileros. Mis amigos y yo encajábamos allí. Pero también existe una cuarta categoría: los «malucos» (del portugués, «locos») que recorren las rutas y vías del país en busca de semillas y demás materiales para la elaboración de artesanías o siguen las rutas turísticas para ofrecer su arte (músicos, pintores, actores). Los artesanos se toman su trabajo en serio, recorren las ferias argentinas y de los países vecinos, y buscan, sin pretender riqueza, poder vivir bien haciendo lo que les gusta. Pero los malucos viven el día a día. Son, recurriendo a la jerga porteña, «buscas». Los límites entre el maluco, el mochilero y el artesano viajero no son siempre claros pero, como en todos los ámbitos, los hay honestos y nefastos. Este viaje trascurre a mediados de 2006, y recorría por entonces los vagones del Gran Capitán la leyenda de «Don Mancuello», un gaucho que poseía numeroso ganado de cebúes en las afueras de la localidad misionera de El Dorado (sobre el río Paraná) y que, a cambio de vino, dejaba pasar a los viajeros que deseaban recolectar cucumelo, el hongo alucinógeno que crece naturalmente al costado de la bosta de aquel animal que abunda en el Litoral argentino. Por entonces, todo lo que sabíamos de Misiones era que albergaba las Cataratas del Iguazú, por lo cual todo el asunto de Mancuello, los cebúes y los cucumelos llamó poderosamente nuestra atención.

 

Don Mancuello

De casualidad nos encontrábamos, a mitad del viaje, en las afueras de El Dorado, y una mañana de sol, tras una noche de lluvia (momento ideal para la recolección de cucumelos), salimos en busca del campo de don Mancuello. La leyenda, construida a base de relatos de distinto tipo, indicaba que Mancuello vivía por «la calle del Casino». Pues bien, el casino de El Dorado no era más grande que un supermercado chino, y la calle terminaba a tan sólo dos cuadras, interrumpiéndose en una tranquera, una casa y un inmenso campo detrás. Luego de cruzar palabras con un paisano local, dueño de la casa del final de la calle del casino, comenzamos una confusa travesía a través de campos, cruzando tranqueras y alambrados, internándonos en la ondulada campiña misionera, sin rumbo fijo. Al rato, divisamos cebúes en una loma detrás de un arroyo. Avanzamos, entonces, hacia el arroyo y nos topamos con un aserradero donde unos hombres dejaron sus tareas, intrigados ante nuestra presencia. Les dijimos que queríamos cruzar, que queríamos ir hacia los cebúes para buscar cucumelo. Entonces, un muchacho se adelantó y nos preguntó: «¿Y por qué no van a ver a Mancuello?» Emoción al escuchar su nombre. Existía. Que sí, les dijimos, que a él buscábamos. El muchacho nos indicó hacia dónde ir. Cruzamos más campos. Llegamos a una calle roja, rodeada de arbustos verdes y amarillos. Fue allí cuando vimos el viejo caserón. Esa debe ser, pensamos, la casa de don Mancuello. Al acercarnos, fuimos abordados por un hombre pequeño con acento paraguayo que estaba vestido de negro, pero que parecía no sentir el efecto deshidratador de aquel húmedo mediodía subtropical. –Buenas –dije–, venimos buscando a don Mancuello, queríamos pasar a buscar cucumelo. Le trajimos un vino. –Pasen –contestó dando media vuelta–, los está esperando. No nos esperábamos una respuesta tan novelesca, pero nos pareció un buen indicio, así que seguimos al hombre de negro por entre unos bananos que rodeaban la casa. Por entre las ventanas se podían ver el techo ruinoso y las paredes gruesas. Detrás del caserónn había un rancho de madera, con un techo a dos aguas. Del lado derechon se amontonaban cosasn en un aparente caos inmóvil. El lado izquierdo era la parte habitable. Ahí había una garrafa, una mesa y cuatro sillas. En una estaba él. Las otras tres eran para nosotros. Esquivando gallinas, perros, y un chancho del tamaño de un camión, siempre guiados por el hombrecito de negro, llegamos hasta Mancuello. La leyenda era cierta. Pese a la fauna que nos rodeaba, el silencio era total. Sólo los pájaros, ajenos a todo, seguían cantando en los naranjos. La gruesa silueta del gaucho se puso de pie para estrecharnos las manos. Veníamos sucios y emanábamos un aroma poco amigable, pero la imagen de Mancuello rompía cualquier etiqueta. Tenía, pese al calor, un poncho grueso y pesado sobre una joroba camélida, y debajo de ese poncho, otro, y debajo de este se intuía un tercer abrigo. Su piel era roja como la tierra y estaba surcada por incontables pliegues y arrugas de diversa profundidad, tamaño y forma. Su ojo izquierdo sufría una catarata demoníaca; completamente blanco y lloroso, chorreaba por las grietas de su mejilla. Era como contemplar la Garganta del Diablo. Hubiese sido interesante que la historia sobre él construida y reinventada año a año en los vagones del Gran Capitán mencionara algo sobre mirar fijamente la catarata en el ojo de Mancuello y ver el futuro o tu propia muerte o algo por el estilo. Pero no. Al menos, no todavía. Aun así, don Mancuello medía casi dos metros y, pese a su joroba y a su aspecto enfermo, gozaba de una fuerza impresionante. Lo vimos, más tarde ese día, llevar un árbol al hombro. ¡Un árbol que no pudimos levantar entre cuatro! Más allá de la escena del árbol, don Mancuello no poseía (aparentemente) poderes sobrenaturales ni fue el autor de grandes hazañas. No era conocido por su valor ni por su afán de justicia, ni tampoco por su producción artística, su desempeño militar o su ingenio comercial. Don Mancuello era, simplemente, un gaucho que, como todos los gauchos después del presidente Sarmiento, debió ser empleado en la estancia de un terrateniente porteño o de la elite agroganadera local. La imponente figura de don Mancuello, cuya piel semejaba la corteza de un árbol, se inclinó para saludarnos. Su mano era enorme y áspera. Era como tocar algo de otro planeta. Le pedimos permiso para pasar a recolectar cucumelos y le ofrecimos un vino. El hombre mascó su enorme cigarro moviendo la mandíbula de manera tal que por un momento pareció realmente un cebú. Se rascó la cabeza sin sacarse el gorro de lana azul y nos dijo, en un tono casi desganado, como si le molestase tener que hablar: –Bueno, pasen y diviértanse. Mientras nos adentrábamos entre los cebúes, pudimos observar detrás del rancho un amontonamiento singular. Contra la pared de madera, cientos de botellas de vino apiladas casi hasta la altura del techo reflejaban el sol, iluminando los naranjos con pequeñas manchas de luz.

[showtime]

(Dibujos, del autor: «Don Mancuello», por RaKa.)