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9 abril, 2013

 

La verdadera historia de un enfermo de polio que a los 38 años decide abandonar su virginidad es el punto de partida de Las sesiones, película que con entrañable sensibilidad aborda la relación que entablan el protagonista y la «sustituta sexual» que se encargará de transformar su deseo en realidad.

 

Por: Carlos Algeri

 

Las sesiones (The Sessions, escrita y dirigida por Ben Lewin, 2012) es una película complicada para definir. En esencia es un drama, pero su relato y su formulación tienen bastante humor, a pesar de que su tema de fondo podría parecer, a priori, inconveniente para este registro. Basada en las vivencias reales del periodista y poeta norteamericano Mark O’Brien, quien después de un ataque de polio en la niñez debió pasar el resto de su vida en una camilla, y gran parte de sus días y sus noches en una suerte de pulmón de acero, una cámara de oxígeno que mantuvo equilibrada su respiración, la historia es una sorprendente muestra de vitalidad y buen gusto.
Con sus severas limitaciones motrices y respiratorias a cuestas, O’Brien tomó, a los 38 años, una decisión: perder la virginidad. Una terapeuta le recomienda, pues, que recurra a la ayuda de una sustituta sexual (dixit) para cumplir con su objetivo. Una alternativa que, para un hombre como él, que vive solo, con la ocasional compañía de un par de asistentes por día, no resulta fácil de encarar ni de decidir.

Es aquí donde entra en escena el padre Brendan, un sacerdote católico poco ortodoxo, quien no solamente comprende a Mark, sino que lo alienta a que concrete su sueño. Con su cabello hasta los hombros, su estilo descontracturado y su afición a la cerveza, Brendan está más cerca de un líder rockero que de un cura tradicional. El protagonista de la historia y el público lo agradecerán en grado sumo pues, a partir de la relación terrenal entre Mark y Brendan (que no excluye lo celestial, ni siquiera cierta liturgia), el film ausculta en las entrañas de una sociedad pacata, hipócrita e intolerante, por efecto antitético.

A partir de la comprensión del sacerdote, o la solidaridad de Carmen, una minusválida de estimulante ternura que le facilita a Mark su propia casa para las sesiones del título, queda claro que hay personas con el corazón sin censura; pero son pocas. Recuadro de honor para la inolvidable Cheryl, la sustituta sexual

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que, desde el vamos, se diferencia de una prostituta, pese a que sus servicios también son rentados. Lo suyo —explica— es otra cuestión, y quedará claramente comprobado a lo largo del metraje ameno, compactamente construido, de esta historia conmovedora y valiente, en la que no hay grises y en la que se llama a las cosas por su nombre.
Seguramente el papel de Cheryl debe ser el más arriesgado en la carrera de Helen Hunt. No solo por los numerosos desnudos totales que debió afrontar, sino fundamentalmente por la cuidada elaboración del complejo interior de un personaje al que la relación con O’Brien también modificará en cuerpo y alma. El efecto de sus miradas, los silencios y los gestos sutiles de Hunt construyen un personaje que le costará superar en el futuro. Un rol tan rico y complejo como cualquier gran actriz espera que le caiga en algún momento de su carrera.

William H. Macy interpreta al padre Brendan. Con tamaño actor, resulta difícil elegir el adjetivo adecuado para aplicar a otra gran labor de uno de los actores preferidos de los hermanos Coen. Si hay algo que Macy logra desde la primera toma, es dar vida a un cura creíble, con capacidad de alternar el Evangelio y la sabiduría callejera sin mellar su condición de dignatario eclesiástico.
John Hawkes es un actor mayúsculo. Su personificación de Mark O’Brien está a la altura de Daniel Day-Lewis en Mi pie izquierdo, o de Javier Bardem en Mar adentro. Aunque, a diferencia de ellos, su personaje vibra con una cuerda de humor, a veces irónico, a menudo sarcástico, que lo rescata de sus zonas oscuras, de su soledad.
Las escenas de sexo entre Cheryl y Mark están recubiertas de un tratamiento visual y narrativo que las convierte en uno de los puntos más sensibles y cautivantes de la película. Alejadas del morbo y aferradas a los matices humanos de los personajes, las sesiones (seis, según la prescripción del tratamiento) son una excusa formidable para que ambos protagonistas vayan encontrando algunos puntos en común que ponen en riesgo la asepsia profesional que requiere toda terapia, aun como la señalada, seguramente difícil de hallar en los libros o en los claustros académicos.

Lewin le imprimió a la película una marca tan personal e imperceptible, que la historia fluye libremente ante el espectador, lo zarandea y lo conmueve, difuminando toda frontera posible entre ficción y realidad. Es uno de los tantos méritos destacables que ostenta Las sesiones, cuya historia nos conecta esencialmente con nuestros territorios más luminosos. Una virtud que también está presente para sobrevolar la inevitable melancolía impuesta por la tiranía de la cronología biográfica. El mayor mérito que presenta el guionista y director es abordar respetuosamente un drama lindero con la tragedia, a través del humor y la ternura. No cualquiera puede con eso.
Premiada en el Festival de Sundance (claramente, el lugar por donde pasa buena parte del mejor cine independiente del mundo) y exhibida en la Muestra Oficial del Festival de Toronto, Las sesiones aún no tiene fecha definida de estreno en la Argentina. Es más: se rumorea con insistencia que es muy probable que ni siquiera se estrene.
Si ocurriera, no debería extrañar. Sería una nueva muestra de falta de adultez en un país en el cual, en algunos campos, es imposible aún trascender el jardín de infantes.

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