El Anillo del Nibelungo en la historia del Teatro Colón
Por: Osvaldo Andreoli.
La Tetralogía wagneriana tuvo sus antecedentes y repercusiones en la tradición del Teatro Colón. La historia del Anillo marca el pulso de las alternativas cíclicas del propio teatro.
Esta aproximación no pretende ser cronológica ni enumerativa, sino destacar hitos que jalonaron concepciones escénicas con estéticas subyacentes, que podrían ampliarse en un diseño mayor. Un primer panorama permite avizorar épocas de esplendor con artistas de renombre que dieron lustre al prestigio del Coliseo porteño.
The Bayreuth of South America
La repercusión internacional del Colón era ostensible todavía en 1983, cuando se lo reconocía como The Bayreuth of South America (en Opera Quarterly, según Ronald H. Dolkart), por la presencia de la ópera wagneriana en Buenos Aires.
El destello del séptimo Anillo completo, que había comenzado en 1981 con El oro del Rin y La Walkiriabajo la dirección de Hans Wallat, continuó luego con la batuta de Gabor Otvos, con Sigfrido en 1983 y El ocaso de los dioses en 1985. Siempre con la régie de Roberto Oswald, quien volvería a repetir entre 1995 y 1998 el último Anillo del Colón, con la dirección de Franz Paul Decker.
– ¿Conviene hacer el ciclo en cuatro años?
– Sí, para aprovechar esa experiencia y luego hacerlo en una sola temporada.
Así respondía el régisseur argentino al periodista Armando Rapallo (Clarín, 5-6-1997). Esto no volvería a concretarse hasta el presente. Entonces daba su visión de la gran saga operística:
El Anillo se originó en la muerte de Sigfrido… pero puede resumirse como un intento de borrar el peor de los pecados originales, el abuso de poder en sus diversas facetas, y el sacrificio del ser humano por llegar a este logro.
Un anillo alla italiana
En la época de las vacas gordas y la oligarquía ilustrada, la Argentina era considerada el octavo país del mundo. Tuvo su Semana Trágica, pero entre 1908 y 1921 la Gran Compañía Lírica Italiana ofreció nueve versiones parciales del Anillo. La primera fue en la temporada inaugural, con la dirección de Luigi Mancinelli. Luego llegaron los renombrados Arturo Toscanini, Tulio Serafin y Gino Marinuzzi, entre otros. Lo curioso es que Brunilda cantaba en italiano. El Ocaso de 1921 fue dirigido por el argentino Héctor Panizza, el compositor de Aurora. Era la época heroica de los telones pintados que llegaban en las bodegas de los barcos, los mismos que traían a músicos, instrumentos y vestuarios. Las escenografías eran compradas en Italia; los talleres de La Scala mantenían el secreto de las técnicas transmitidas desde los Bibiena. La marcación actoral era precaria y los movimientos escénicos, elementales. En el peor de los casos, el director del escenario se limitaba a indicar las entradas y salidas de los personajes, era un buttafuori (hoy este término designa a un matón de discoteca). El monopolio sobre las partituras disponibles era de los empresarios italianos y de la Casa Ricordi.
El enlace teutón
Ante el antigermanismo desatado a fines de la primera guerra mundial, la Asociación Wagneriana enfrentó a Ricordi. Lanzó una campaña internacional, debido a la exclusión de Wagner en los teatros de ópera del mundo. Las presiónes sobre los empresarios dieron sus frutos. La primera Tetralogía integral en alemán irrumpe en 1922, con la dirección de Félix Weingartner y la régie de Karl Wildbrunn. La orquesta era local y formada por concurso. El ciclo se repitió ese mismo año con la Orquesta Filarmónica de Viena. Entre otras figuras, Lotte Lehmann cantó su inolvidable Siglinda de La Walkiria.
Un hito que jalona la puesta en escena en el teatro Colón es la creación del Taller y la Dirección de Escenografía. Su incidencia será decisiva en las sucesivas versiones wagnerianas. El autoabastecimiento comienza en 1925, cuando se establece la dependencia municipal. Se crean los cuerpos estables (la orquesta, el coro, el ballet y el cuerpo técnico). Después de cinco años de explotación mixta con los concesionarios, en 1930 la municipalización es absoluta. Se moderniza la instalación eléctrica del escenario y se perfeccionan los efectos lumínicos; pero durante décadas, las escenografías fueron llamadas «decorados», con fondos planos y bastidores pintados, se aproximaban al saber de los pintores.
El imperio de un escenógrafo y la devoción wagneriana
Las escenografías eran un material disponible que se utilizaba en las reposiciones encargadas a distintos régisseurs. Con salvedades, así ocurrió con los diseños del omnipresente escenógrafo Max Hofmüller. Sus escenografías estuvieron vigentes en la versión integral del Anillo de 1931 (dirigido por Otto Kemperer, conrégie de Hans Sachs, cuando Lauritz Melchior cantó sus célebres Sigmundo y Sigfrido) y también en la integral de Fritz Busch, con la régie de Karl Ebert en 1935.
Testimonios de la época constatan que la preferencia por Wagner en Buenos Aires era única en el mundo. Cuando los cantantes de Bayreuth no pudieron venir, debido a la Segunda Guerra Mundial, los exiliados artísticos, junto a las estrellas del Met neoyorkino representaron a Wagner en el Colón. Desde 1933 hasta principios de los años cincuenta, los exiliados Fritz Busch y Erich Kleiber brindaron su saber en el Teatro Colón. La demanda del público era notoria. Los cantantes que nos visitaban eran expertos en el repertorio alemán, habían cantado sus roles a menudo, pero se resistían a las nuevas concepciones escénicas.
Un régisseur emigrado, de larga trayectoria en nuestro medio, Otto Erhardt, usó los escenarios de Hofmüller para El Ocaso de 1943, con la batuta del húngaro radicado en Argentina Roberto Kinsky. Otro tanto ocurrió en la integral de 1947, con la batuta de Erich Kleiber. La puesta estuvo a cargo de Erhardt, con el infaltable escenógrafo mencionado. La dupla se repitió en La Walkiria parcial de 1950.
Del naturalismo a la abstraccion
En esa época predominaban las concepciones estéticas naturalistas. El lugar común era la «copia» de la realidad, el clisé del wagnerismo romántico, con sus efectos escénicos y los decorados histórico-realistas.
En el interín, Wieland Wagner, desde Bayreuth, impuso una percepción nueva del espacio escénico. Se basaba en la concepción del suizo Adolfo Appia: un espacio tridimensional, abstracto y rítmico de la escena. La evolución partió desde el naturalismo hacia la estética simbolista, con el factor lumínico como creador de climas sugerentes y dramáticos. Wieland «pintaba con luz», mientras los cantantes permanecían estáticos.
La cola del dragón y el teatro integral
La renovación bajó del Walhalla con el regisseur alemán Ernst Pöttgen y su escenógrafo Paul Walter. Tuvo un correlato dramático-visual; sus estratégias escénicas eran sintéticas y contundentes (que dejaron su impronta en el Anillo integral de 1962, con Heinz Wallberg en la dirección musical y la presencia de Birgit Nilsson). La acción y el conflicto fueron exacerbados; los pocos elementos corpóreos creaban efectos y contrastes. La disposición en diagonal de los actores tensionaba continuos campos y líneas de fuerza. El vestuario era oscuro, con predominio del cuero y con brillos lumínicos. Los fondos negros y desnudos, de cámara oscura, se contraponían y destacaban el impacto de colgantes rojos o blancos. Sobre un piso plano de gran inclinación se cruzaban haces dramáticos de luz. Esta poética neoexpresionista despertó fuertes debates entre el público. Durante Sigfrido, al escucharse la voz de Fafner, apareció la cola del dragón y llovieron papelitos. Se oyeron silbidos y aplausos al finalizar el acto; a los abucheos iniciales siguió el reconocimiento. La propuesta teatral de Pöttgen resultó efectiva y memorable.
Escenarios proteicos y multiformes
Desde 1963, Oswald se incorporó como escenógrafo de Ernst Pöttgen. Se había iniciado como su asistente, y en el nuevo rol dió realce visual a las propuestas delrégisseur: una pátina de oropel recubrió los planos austeros de Paul Walter. Todo se plasmó de manera brillante en el Anillo integral de 1967, el último que se realizó en una sola temporada. Con la dirección de Ferdinand Leitner, en dos meses se ofrecieron seis funciones de cada ópera. Volvió a cantar la venerada Birgit Nilsson, que refirió con admiración las dimensiones del escenario «en el incomparable Teatro Colón».
Birgit Nilsson
«La Nilsson», última gran heroína wagneriana que cantó dos Anillos completos en dos temporadas del Colón (1962 y 1967). En sus memorias, no solo recordó el humo de los colectivos, las veredas rotas y los buenos restaurantes porteños: «Algunas cosas podrían ser diferentes. Al salir del camarín y pasar por el baño de hombres, el olor era tan horrible que daban ganas de llorar. Pero la cultura teatral y la tradición wagneriana siempre estaban presentes»
Roberto Oswald asumió la régie, escenografía e iluminación de dos producciones completas del Anillo, una entre 1981 y 1985 y la siguiente (la última hasta la fecha) entre 1995 y 1998, de manera multifacética: en la última versión con un criterio próximo al realismo, en la anterior con los lineamientos de Wieland Wagner y Appia. Sin embargo, en ambas hubo fluctuaciones, y al cabo, atisbos surrealistas.
En el programa de mano de 1981 Oswald se refería a la visualización de la Tetralogía. Su columna vetebral es una constante: la ambivalencia de los valores en pugna. El altruismo del culto del amor engendra la misma violencia que el egoismo subyacente en el culto del poder. «Ese juego de tensiones sugiere desde el principio al fin , la presencia de las Nornas y su hilo del Destino, mientras las más opuestas fuerzas dibujan extrañas formas desdibujando las anteriores».
Los efectos de proyecciones yuxtapuestas permitían súbitas transiciones. En la última Walkiria se recuerda una cuadriga de caballos que surgía galopando entre las brumas del escenario. El empleo del tul de boca y las candilejas daban efectos sugerentes: con sutil gradación tonal y sugestivos matices se vislumbraba el fondo del Rin y las ondinas.
Hubo realizaciones de alto vuelo y jerarquía basadas en un trabajo mancomunado de los cuerpos estables y las secciones de la institución, con su plantel profesional, artístico, técnico, administativo y auxiliar en plenitud funcional.
La parábola del ciclo
El nuevo milenio convocó a Charles Dutoit para concertar un Anillo integral. Se inició en 2004 con puesta del checo Ladislav Stros (El oro del Rin) y en 2005, de Kay Walker Castaldo (La Walkiria). Las esperanzas comenzaron a diluirse, ya que el ciclo nunca pudo completarse.
La parábola del ciclo alcanza la decadencia y un declive pronunciado en la última década, con un Anillo trunco. Ahora se pergeña un nuevo diseño: el Compacto. La inserción de la Argentina en el sistema-mundo globalizado vigente, con sus circuitos culturales y dominios simbólicos, incide decisivamente. El retroceso forma parte de la tendencia privatista vinculada al negocio emergente, con criterios subculturales o de neófitos en la materia.
La tradición de los Anillos históricos, sus jornadas de gloria y la devoción wagneriana coinciden con el predominio de lo artístico y cultural del Teatro Colón y con la etapa de auge del modelo agroexportador, la de los altibajos del «Estado de bienestar» y la del «uno a uno» neoliberal de la década de los noventa. La debacle de 2001 afectó al régimen de contrataciones (tema que merecería un enfoque aparte). De todos modos, ya no se pudo contar con las figuras del rango anterior, ni con las producciones de costos inviables, por la relación del tipo de cambio.
La programación de los Anillos integrales y parciales, con artistas de primer nivel y rango internacional, forma parte de la tradición y el prestigio del Teatro Colón, de la trayectoria que lo convirtió en un centro de atracción que concitaba expectativas entre los primeros teatros wagnerianos del mundo. El carácter institucional, entendido como un bien público y social, se debate entre la subordinación al lucro musical internacionalizado o la proyección propia en el contexto de la región y el mundo teatral.
¿Quién manipulará los hilos de las Nornas, las diosas del Destino?