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7 diciembre, 2011

Bendita revolución

Por: Belén Galiotti

 

La rebeldía no es más que la resistencia a un deber ser impuesto por una sociedad confundida. Su aceptación colectiva genera una insatisfacción motivadora que libera al curioso de sus ataduras.

Caminar por la delgada línea de lo correcto nos lleva, muchas veces, a la profunda necesidad del desapego. La angustiosa sensación de no querer ser parte de lo mismo una y otra vez nos genera un hartazgo extrañamente aliviador. Y nos encontramos con nosotros mismos, sumergidos en un todo irreverente que no pide permiso para entrar a dibujarles caos a nuestras mentes ya dispersas. Es que de tanto en tanto comenzamos a sentir un rastro de «loop» en nuestras rutinarias vidas y nos asustamos con la sorpresa de necesitar un cambio. Algo que nos haga sentir remotamente distintos, algo que rompa con esa armonía fingida y hasta algunas veces inexistente, en la incertidumbre de un camino con demasiados supuestos.

Por momentos, somos parte de ese juego cuyas reglas se leen en voz alta durante toda una vida, como didácticas instrucciones de un Carrera de mente. Y luego despertamos de ese ciclo interminable, que no se cansa de «ser» deliberadamente para otro: para un jefe, para un novio, para un padre, para una institución, para una sociedad; para un otro indiferente, con más anhelos que orgullos. Y lo más sorprendente del asunto es que retroalimentamos la cadena cuando deseamos que a los nuestros les vaya bien. Olvidando así que nuestro concepto de «bien» les es absolutamente ajeno a los nuestros. Y no nos preguntamos tanto, ni nos respondemos tan poco, pero nos buscamos en ese movimiento casi circular y perfecto que permite que la inercia se adueñe de nuestras acciones. Nos movemos en un todo que nos aburre demasiado. Y, de pronto, nos creemos quietos. Y nos asustamos.

Notamos entonces que pasaron días, meses, tal vez años, y hemos vivido para el resto de los semejantes, que de iguales no tienen nada. Nos frustramos con la insatisfacción de un conformismo ahora sublevado y decidimos que, desde hoy, nuestra vida será diferente. Y comenzamos por cometer el gran error de comentárselo a los demás. Esperando, inconscientemente, una respuesta que alimente la convicción de amotinarnos contra el mundo. Buscamos resistencia y nos encontramos con una atrevida indiferencia ajena. Y es que a nadie le importa demasiado nuestra decisión de cambio, en tanto y en cuanto no modifiquemos su vida ni perturbemos su estabilidad.

Y nos sentimos identificados con unos pocos que sienten la misma necesidad de rebelión, o con esos que ya se han alzado contra el universo, proclamando ser los únicos responsables de su felicidad. Esos que se jactan de no necesitar de nada ni de nadie para sentirse completos. Y los admiramos, cobijándonos en sus frases aliviadoras que rompen con estructuras impuestas y demuestran que el futuro es nuestro y de nadie más. Nos sumergimos en dimensiones desconocidas, nos animamos, nos despojamos, nos relajamos, nos despejamos y corremos hacia quién sabe dónde, sin juzgar, jugando a ser tan libres como lo intrínseco de nuestros deseos.

Dejamos entonces algún trabajo que nos ata demasiado, abandonamos mentalmente esas materias pendientes, nos tiramos de algún precipicio o cortamos esa relación tormentosa que antes nos desvelaba. Nos escapamos, nos alejamos, nos perdemos, nos peleamos y nos volvemos a enamorar de nosotros mismos. Pero no nos resignamos a vivir en el conformismo de la inercia. Porque somos demasiado curiosos como para que el movimiento cíclico sea suficiente. Tachamos esas listas diarias interminables que nos hacen vivir como inmersos en un minuto a minuto escalofriante y nos entregamos al destino sin presiones.

Y, en ese revuelo de independencia, en esa sensación tan pura de libertad, nos damos cuenta de que, lamentablemente y gracias a Dios, no estamos ni un poquito solos. Y todo vuelve a empezar. Las ataduras económicas cobran sentido debido a nuestra intrínseca necesidad de subsistir, que generalmente no se lleva demasiado bien con las rebeliones internas. Notamos, así, que no podemos escaparles a las obligaciones, ni obligarnos a huir de lo cotidiano. Y es que no significa que nuestras vidas deban volverse aburridas o esclavas de la monotonía. Estamos demasiado vivos como para volvernos etéreos en busca de la alegría.

Los extremos son sólo estornudos que nos despiertan en el manejo de una ruta recta y monótona; pero sólo de nosotros depende el desafío de hacerla distinta. Y no se trata de quebrantar las reglas o evitar mandatos, ni de enojarnos con nuestra educación, con nuestra cultura, con nuestra sociedad o con nuestros padres.

Creo, humildemente y despojada de certezas, que la cuestión es elegir ser feliz cada día con lo que queremos ser, con lo que fuimos; pero, por sobre todo, con lo que somos. Porque no hay revolución más grande que la de permitirnos ser nosotros mismos. Y, en el afán de escaparnos de las reglas, nos perdemos la posibilidad de encontrarnos. Ser felices, algo tan simple como eso, la causa más noble de una bendita revolución en la que sólo nosotros podemos ser vencedores o vencidos. Es tanto el esfuerzo invertido en querer resistir que, si nos entregamos a ser, el beneficio de la duda acabará por sorprendernos. Y tal vez todo no salga como pensamos, tal vez salga mucho mejor…