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14 junio, 2021

Claves para ver a François Truffaut

Por Maximiliano Curcio

Claves para ver a François Truffaut

A finales de los años 60, una generación de cineastas renueva, de modo radical, el cine francés. Opuestos al clasicismo, la Nouvelle Vague está conformada por intelectuales amateurs que emparentan el concepto de autoría fijado por André Bazin, el cual considera al director como epicentro de una producción. Este parámetro de control total sobre el producto busca salvaguardar la ansiada libertad creativa gracias a las producciones de bajo presupuesto. Sus impulsores son una generación formada por críticos de cine amantes de Jean Vigo, John Ford, Jean Renoir y Alfred Hitchcock, entre otros.

 

A la cabeza de esa generación se encuentra François Truffaut, cineasta que se apropia de los principales preceptos de la nueva oleada francesa, a medida que renueva el antiguo sistema de producción, acortando los límites entre el cine profesional y el autodidacta. Utilizando cámaras modernas y ligeras, que reducen los equipos de rodaje y conforman un estilo de filmación más vivo y ecléctico, Truffaut busca la naturalidad a toda costa. Creador intuitivo, cinéfilo empedernido, cultivado en los cineclubs al tiempo que la crítica se establecía en ámbitos académicos, firmó el inteligente y fervoroso ensayo «Una Cierta Tendencia del Cine Francés», en donde denostaba al ‘cine de qualité’ y realizaba un urgente pedido de reformulación del canon establecido sobre el lenguaje.

Desde sus comienzos, Truffaut huye de los decorados de los sets de rodaje y apuesta por filmar en escenografías naturales y lugares identificables que registran el sonido de manera directa, evitando también el doblaje de postproducción. La música como leitmotiv es una marca registrada en sus films, habiendo realizado una docena de colaboraciones junto al compositor Georges Delerue («Disparen Sobre el Pianista», «Jules et Jim», «Un Pequeño Romance»). Utiliza películas más sensibles que posibilitan una iluminación más natural y un sentido de la luz artificial adicional. Dicha elección estética posee un trasfondo ideológico notable: para el cineasta francés, es la humanidad lo que nos hace criaturas imperfectas, aspecto que desnuda un claro manifiesto de estilo que planea la pérdida de la esencia en el cine y las artes en general, urgentes de ser recuperadas.

 

 

La conversación a modo de reportaje, establecido por Alfred Hitchcock y Truffaut en 1962, cambiaría por siempre la historia del cine, dando vida al libro «El Cine Según Hitchcock», autoría de este lúcido artista galo. Cuatro años después, en 1966, estrena «Fahrenheit 451» y hace honor a la novela del pionero literario de la ciencia ficción: coloca detalles no casuales en su film, tal como son los ejemplares de Cahiers du Cinéma, las obras de Salvador Dalí y libros de filosofía, próximos a ser incendiados. Porque Truffaut entiende que lo que se destruye en esa sociedad no es el libro per se, sino es la cultura, la sensibilidad artística, moral y filosófica; reflejo de su irreductible compromiso intelectual. Técnicamente, su atemporal obra distópica ofrece un vasto muestrario del domino técnico del que hace gala este vanguardista francés: posee una fotografía muy prolija (a cargo de Raoul Coutard), una detallista escenografía y una cámara que demuestra una variedad de angulaciones llamativa. Contrapicados, planos medios, primeros planos y planos detalle se intercalan para generar un cuidado montaje. Si en la mencionada adaptación de Bradbury, el libro propio cobraba legado de cuerpo y alma cinemático –convirtiéndose en su personalísimo recitado, como analogía a la plegaria esperanzada de un cambio futuro-, la entera obra de Truffaut resulta un incontrastable testimonio literario y libertario: un claro ejemplo de la capacidad del director de ‘traducir’ y ‘resumir’ el sentimiento global del hombre de su tiempo a través de su filmografía.

De una forma nueva y vital, otorga un toque de distinción a su retrato de época. Las historias que trata tienen una inspiración autobiográfica («Los Cuatrocientos Golpes», 1959) y abordan unas temáticas contemporáneas atrayentes al público joven, que eternizó en el tiempo el espíritu propulsado por la Nouvelle Vague en la magnífica «Jules et Jim» (1962). Asimismo, homenajeó al mundo del cine en esa maravillosa carta de amor a la fábrica de ilusiones llamada «La Noche Americana» (1973), donde su rol de director se nutría de la enésima meta-referencia, develando su vital acto mágico.

 

 

En la citada película, y partiendo de un arte falaz que se ampara en la mentira de todo mundo de ficción que cobija, el responsable de joyas imperecederas del calibre de «Disparen sobre el Pianista» (1960) y «La Novia Vestía de Negro» (1968), se ve a sí mismo como un director de cine que vive sumido en el engaño de su creación, embelesado en su propio afán voyeurista. El recurso de Truffaut por eternizar la máxima del arte cinemático promete develar, a lo largo de su eclética obra, cada una de las argucias que habrá de utilizar para hacernos creer el truco como real. En «La Noche Americana», este mago y embustero nos descubría cada uno de los artificios de los que se vale el cine para contar una ficción paralela, homenajeando la vida de los trabajadores cinematográficos.

Posteriormente, el responsable de un film tan osado como «La Habitación Verde» (1978) derriba nociones tan arraigadas e incorporadas al cinéfilo habitual, como aquella máxima aristotélica que afirma ‘la verdad es la única realidad’. Y, por si no bastaran semejantes pergaminos, reformula el canon hitchcockiano en su curtain call cinematográfico: «Eternamente Tuya» (1984), también un testamento de amor al cine negro que lo fascinara desde joven. En Truffaut, la dirección actoral es lúdica e intuitiva, y dos características destacan de modo mayúsculo: gusta por la figuración no profesional y hace frente a todos los inconvenientes que aquello trae consigo. No obstante, y al igual que su colega Claude Chabrol, apuesta por una narrativa más clásica, basada en el guión y los diálogos, como se comprueba en su fértil y conclusiva etapa creativa.

Su último lustro profesional nos legó una oda a la escena teatral en «El Último Metro» (1980), un drama desgarrador en «La Mujer de al Lado» (1981) y una reformulación del cine negro, en su citada obra final. No resulta menor destacar, la sociedad que estableciera con el actor Jean-Pierre Léaud, a lo largo de cinco icónicos films, llevando a la pantalla la vida de Antoine Doiniel, desde 1959 hasta 1979 («Los Cuatrocientos Golpes», «Besos Robados», «Domicilio Conyugal», «Amor en Fuga», «Antoine y Collette»), un hito cronológico que no tiene precedentes en la historia de la cinematografía.