UNA: El abismo de ser y parecer
Por Julieta Strasberg
Crítica teatral
A veces, un detalle ínfimo puede abrir una grieta en la realidad. Un reflejo, una observación casual, el reconocimiento de lo que siempre estuvo ahí pero nunca se vio. ¿Cuántas veces vivimos sin mirarnos realmente, sin oír el eco de nuestras propias máscaras? En Una, versión libre de la novela Uno, ninguno y cien mil de Luigi Pirandello, ese instante ínfimo es el detonante de una crisis existencial. Un monólogo que, en verdad, es un coro secreto: un eco de las voces que nos habitan.
El título resuena con ambigüedad precisa: Una es singular, pero también es cualquiera. Es lo femenino, pero también lo irrepetible. Una es ella, es todas, es ninguna. Es la unidad que se multiplica, el yo que se fragmenta apenas es mirado. Así, la obra convierte un nombre en un espejo: Una no es un personaje, es la posibilidad inquietante de descubrir que somos muchas, incluso cuando creemos ser solo una.
Una se inscribe en la estirpe de la autoficción literaria y teatral, como en Seis personajes en busca de un autor, donde Pirandello desarma la arquitectura del relato para desnudar la inestabilidad del yo, su temblor constante ante la mirada ajena. Aquí, el juego se reescribe en clave feminista: la máscara cambia de rostro y es ahora una mujer quien se enfrenta al abismo de su identidad, despojándose, una a una, de las imágenes que le han sido impuestas.
La pieza, escrita y dirigida por Giampaolo Samá, se sumerge en la deconstrucción del yo, en la descomposición de la identidad como algo fijo, nombrable, reconocible. La protagonista, interpretada con una entrega avasallante por Miriam Odorico, recorre en escena un laberinto de voces y cuerpos, de gestos y registros, como si al traspasar un umbral invisible su reflejo se multiplicara en cien mil versiones de sí misma. En su cuerpo habitan muchos otros: el esposo, los socios, la suegra, el cura. Un caleidoscopio de identidades. La actriz no solo interpreta, sino que encarna la contradicción, la duda, la oscilación entre lo que se es y lo que se espera ser.
El trabajo corporal de Odorico es una coreografía de la identidad en crisis: cada movimiento y cada inflexión de la voz trazan una geografía interna que el espectador recorre junto a ella. Su transformación es vertiginosa, como si en cada intento de reconocerse, una nueva máscara se interpusiera. Pero entonces, ¿qué queda cuando todas han caído? ¿Un individuo desnudo o la pura intemperie? Aquí resuena la pregunta nietzscheana sobre la disolución del yo, el vértigo de una verdad esquiva, como en Así habló Zaratustra, donde la identidad es un proceso en perpetua destrucción y reconstrucción.
Giampaolo Samá toma un riesgo doble: convertir una novela escrita por un hombre sobre la fractura de la identidad masculina en un monólogo encarnado por una mujer, y además despojar la escena de todo lo que no sea cuerpo y voz. En un tiempo saturado de estímulos y escenografías monumentales, Samá apuesta por la vulnerabilidad como lenguaje. No hay más espacio que el de una silla, una luz, un temblor en la carne. Y en ese vacío medido, hace del teatro un acto radical: volver al cuerpo como único lugar donde la identidad puede todavía preguntarse.
La obra respira en múltiples direcciones, como enredaderas que crecen sin rumbo fijo, sin un tronco que las contenga ni raíces que las anclen a la tierra. La identidad aquí no es un árbol robusto, sino un río de afluentes cambiantes, un tejido que se entrelaza y se deshace, que se abre en caminos inesperados. No hay un centro único, solo fugas, ecos de lo que fue y de lo que podría ser. La protagonista se expande, se repliega, se multiplica en un juego vertiginoso donde nunca termina de encontrarse. ¿Qué es el yo, entonces, sino una suma de desvíos? Aquí aparece la noción del rizoma, ese mapa subterráneo de identidades, sin origen ni final. La protagonista de Una encarna esta lógica: cada personaje que habita en su cuerpo no es un reflejo fijo, sino una variación posible, una versión efímera de sí misma. El yo, en esta obra, deviene, se despliega, se reinventa en un movimiento perpetuo.
La puesta en escena acompaña esta visión fragmentaria. La iluminación, diseñada por el propio Samá, juega con luces y sombras que quiebran el espacio como espejos rotos; mientras que el vestuario de Julio Suárez acompaña las metamorfosis de la protagonista con sutil elegancia, sin artificios innecesarios. No adorna: se adhiere. Es piel adicional, tejido simbólico que se arruga, cae o se estira según la máscara que se active. El escenario está casi despojado: apenas una silla, un cuerpo. Más precisamente: una mujer. ¿Acaso necesitamos algo más? Por el contrario, en esa aparente simpleza reside su mayor fuerza. Cada palabra, sombra y silencio encajan en un engranaje preciso que sumerge al espectador en un vaivén de emociones. La identidad como abismo. Y el arte como forma de arrojarse a su borde.
Todo en Una está al servicio de la pregunta central: ¿existe un verdadero «yo»? ¿O solo somos el eco de lo que los otros ven en nosotros? La obra no da respuestas; las quiebra. El reconocimiento internacional que ha recibido —en Argentina, Uruguay, España y otros países— no es casualidad. Su impacto radica en su capacidad de interpelar a cada espectador en lo más íntimo: todos, en algún momento, hemos sentido la inquietud de no saber quiénes somos. O peor aún: de no poder reconocernos en el reflejo que nos devuelve el mundo.
Bajo la precisa y visionaria dirección de Samá, y con la descomunal entrega de Miriam Odorico, Una se vuelve un espejo inquietante. No el que refleja, sino el que distorsiona, el que interpela, el que revela la grieta.
Funciones
Timbre 4
México 3554 / Boedo 640, CABA
Domingo – 17:00 h
Función especial:
Fundación Sagai (25 de Mayo 586 – CABA)
Lunes – 20:00 hs – 28/04/2025