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34 artistas mapean el encierro en el Moderno: Adentro no hay más que una morada

Por Pilar Altilio

34 artistas mapean el encierro en el Moderno: Adentro no hay más que una morada

La curadora Alejandra Aguado buscó a distintos referentes de las provincias argentinas para que narrasen su producción en pandemia, el resultado da posibilidad de sumergirse en entornos diversos y distantes.

 

Desde antes de la pandemia, el Museo Moderno, como ahora se difunde, venía trazando programas para integrar a comunidades tanto del entorno del barrio como de otras provincias. El desafío de la pandemia fue fomentar la idea de proximidad, como presencia virtual, eventos web nuevos o editados sobre presentaciones pasadas. Mientras esa tarea era cumplida por el museo en cada casa, la directora Victoria Noorthoorn le propuso a la curadora Alejandra Aguado establecer vínculos con artistas de distintas procedencias territoriales del país y coordinar algunas muestras que presentaran obras producidas en los últimos dos años, atravesadas de algún modo por el aislamiento. De estos treinta y cuatro seleccionados en Adentro no hay más que una morada, hay artistas de Tucumán, Salta, Mendoza, Chubut, Tierra del Fuego, Corrientes, Tigre, Paraná, Azul, Santa Fe, Bahía Blanca, Santa Rosa, Olivos y Buenos Aires. El panorama es amplio como esa enumeración y son muchos los casos de artistas ya radicados en Buenos Aires producto de su participación en residencias, premios y muestras colectivas. Por eso, organizar los núcleos que se articulan en las salas del segundo subsuelo son un recorrido heterogéneo, para hacer con cierto detenimiento, pues hay desde metáforas de invocación o rituales del tiempo a tareas de recuperación de la manualidad y hacer con los restos encontrados en la cercanía. Otros proyectos recuperan esas miradas que testimonian este tiempo perturbado donde algunas obras toman el habitar, las formas del hogar y lo familiar como categoría ampliada a los objetos comunes a las acciones en soledad.

 

 

Aguado narra en un texto que el título deriva de un poema de Olga Orozco: Desdoblamiento en máscara de todos, que dice «desde adentro de todos no hay más que una morada» para aludir a lo que ese gran período de introspección que tuvimos que observar, nos permitió encontrar el significado de esa única morada que somos para nosotros. Las formas que adoptan las series en esta muestra son muy variadas e incluyen tecnologías simples, sin demasiados requerimientos. Otros tratan de alguna manera el transcurrir del tiempo, jugando con ese período suspendido que nos permitió demorarnos en algunas tareas para las que antes no había tiempo real. Dentro del grupo que recupera el bordado o la costura como lenguaje constructivo, generalmente aprendido en el ámbito doméstico y que funciona como mantra, se pueden destacar El Calendario Abstracto de la artista tucumana Lucrecia Lionti (1985), o los Altares portables del correntino Blas Aparecido (1976), donde imágenes devocionales paganas y sagradas son reproducidas con mostacillas, hilos y otras piezas brillantes y coloridas bordadas por el artista en camperas de jean para ponerse como protección. O la instalación Fantasía aplicada, donde la tucumana Alejandra Mizhari (1981) utiliza una tecnología de cinco siglos con asiento en la comunidad de Monteros Tucumán, donde las randeras bordan con ramas y agujas dentro de una pieza contenedora de metal, otra forma de tejer.

 

 

Las transformaciones de la materia tienen algunas obras notables, en un segmento donde el color verde de las paredes invita a pensar en algo acogedor como nuestro hábitat. Se puede ver la instalación de la fueguina Nacha Canvas (1990) con su obra Congénere, que exhibe —casi como restos arqueológicos— los distintos estados de la arcilla: polvo, pasta húmeda y blanda para definir un objeto seco y rígido. Cinco obras de parafina y tierra del tucumano Benjamín Felice (1990), que se agrupan en La métrica protectora evocando la materialidad de un viejo manuscrito. En una dirección similar, pero probando técnicas de dar volumen a una placa de yeso, Florencia Caiazza (1982) desarrolla una instalación de huellas tan singulares como las suyas y las de su beba. En las dos puntas de la sala, Juan Gugger (1986) exhibe 2020-2021, un video donde juega con la capacidad de las rocas Trovants, las únicas que crecen con el tiempo y van tomando formas humanoides; al frente, la correntina Agustina Wetzel (1980), con Vida salvaje, reconstruye una demolición de grandes edificios en un loop que los vuelve a parar una y otra vez, indagando en los usos que la arquitectura va perdiendo hasta hacerse caduca.

 

Mauricio Poblete

Situaciones donde el tiempo en aislamiento permitió dedicarse plenamente a algo, están los collages de Santiago Villanueva (1990) con objetos tomados en cajas que recolectaron lo que fue quedando. Rellenos con restos útiles, Dana Ferrari (1988) presenta Los Mareados, cuerpos rellenos que se ofrecen como objetos de compañía «sobre los cuales desplomarse», agrega la curadora. Interesantes las propuestas del mendocino Mauricio Poblete (1989), las segmentaciones de un mobiliario básico de pandemia desarmado y extendido en el piso de Eugenia Calvo (1976) y El trapo sonajero de Jimena Croceri (1981) y el humor sencillo y eficaz de El beneno de la belleza de Denise Groesman (1989), quien diseñó con latas de descarte aplanadas y cocidas una especie de «ducha sonora» que permite incursionar dentro y experimentarla.