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17 octubre, 2014

Al diván con Eduardo Anguita

Al diván con Eduardo Anguita

Por Dra. Raquel Tesone | Fotos: Nano Jiménez

Luego de la presentación de su último libro, La confesión de Pacho O’Donnel, donde su arte como entrevistador se expone con inteligencia y agudeza, Eduardo Anguita, periodista, escritor y militante revolucionario, acepta estar en el lugar del entrevistado para El Gran Otro. Cuando le explico la consigna de Al diván, responde sin dudar: «Quedate tranquila que igual, en todo momento, hablo con toda libertad».


¿Por qué consultarías a un psicólogo hoy?
Te tendría que contestar largo porque tuve muy pocas experiencias de consultar, y todas fueron bastante breves. Consulté por primera vez cuando era adolescente, tenía 16 años. Fui porque tuve un problema con una chica y en ese momento me parecía que el psicoanálisis y la opción revolucionaria no necesariamente iban de la mano. Pensaba que la solución individual de los problemas no servía y que las cuestiones de la consulta se podían tramitar con una opción de vida en la revolución.

Muchísimos años después, al salir de la cárcel, me dijeron que había unos psicólogos que eran del Movimiento Ecuménico de Derechos Humanos y que estaban especializándose en lo que se llama «situaciones de catástrofe» y en estrés post-traumático. Eso sí me pareció adecuado, por situaciones que había vivido. Vi personas en la cárcel que tenían conductas normales y, de repente, tenían alguna conducta disruptiva. Me resultó muy interesante porque tuve equis cantidad de sesiones cubiertas por el Movimiento, al terminarlas, le dije que quería ir unas sesiones más, le tenía que pagar. No tenía un mango pero me las ingenié y fui, hasta que un día le dije: «¿Qué onda, Doctor?», me contestó: «Por el motivo por el que usted vino ya está bien; si por otras cuestiones usted quiere consultar, puede venir a verme o a ver a otro». Me fui tranquilamente, y unos siete años después volví porque tenía unas cuestiones para consultar. Fui a ver la cartilla de la obra social de periodistas, y para mí era una tranquilidad tener esa obra social propia del trabajador. Me pasó algo curioso, llamé y me devolvió el llamado un psicólogo. Esto fue en el ‘91, quedé muy conmovido por la muerte de unos compañeros en La Tablada y por el hecho mismo de La Tablada. Fui al psicólogo que me devolvió el llamado, y fijate vos lo que me dijo, algo así que con la historia que yo tenía, él no tenía problema en atenderme. Con esto me confirmaba lo vivido sobre la teoría de los dos demonios y que aún había miedo hacia quienes habíamos participado en la lucha revolucionaria, que podíamos ser gente peligrosa, por eso que se decía de que por tenerlo de paciente, o en una agenda, o jugar en el mismo equipo de fútbol, te podía pasar algo. Estuve un tiempo y le dije: «Me parece que está bien, si necesito lo vuelvo a llamar». Y, efectivamente, tiempo después lo volví a llamar hasta decirle que me daba por conforme. Estuvo de acuerdo y quedamos en buena relación. Después durante muchísimos años no tuve necesidad, salvo hace pocos meses que fui con mi esposa a una terapia de pareja, en otro contexto. Volviendo a tu pregunta, si yo tuviera una situación que requiriera consultar a un psicólogo, tuviera que pasar algo, que no sé qué puede ser, como para que dijera «sí, es hora o es momento de consultar »…

 

¿Tenés cuestiones por qué consultar?
Tengo tres millones de cosas que no me cierran (risas), pero que no me llevan a decir que  las quiero tratar en ese espacio. Soy de la idea de que cuando uno hace algo de lo que no está muy convencido y que tiene que ver con cuestiones descarnadas de uno, lo tiene que hacer decidido, sino no funciona.

Los psicólogos pensamos que tiene que haber un deseo y, por lo tanto, una demanda de análisis.
En este momento no la tengo. Te puedo dar explicaciones teóricas: que soy omnipotente, porque uno lo lee o lo interpreta así…

¿O es que te arreglás solo con tu capacidad de reflexionar?
No lo sé… No sabría decirlo. Tiene que suceder algo que me golpee la puerta.

Como las situaciones traumáticas que te sucedieron.
Hay muchas situaciones que cuando las vivís, ves que no hay forma de compararlas con otras situaciones de tu vida y hay que hacer tu propio protocolo para atravesarlas. En los años de cárcel, ese protocolo tiene que ver con haber compartido con otros compañeros ese tiempo. No tengo otra manera de enfrentar esa situación; si me tocara ahora, no tengo experiencia para decirte cómo lo haría de forma individual.

¿Los compañeros te salvaron?
Nos salvamos, ya que lo que sentí es que era útil, ahí vos sos imprescindible para el otro. Razonás de una manera en la cual vos sos un protagonista excluyente, y te decís «¿cómo puedo hacer esto? Si lo puede perjudicar a fulano o a mengano…». Y lo que te quieren hacer sentir en la cárcel es lo contrario, que sos un inútil que no le importás a nadie. Sin embargo, les importás tanto a tus compañeros y ellos te importan tanto, que es una plenitud incomparable. Quiero decir, ni mejor ni peor que otra situación, sino que es muy difícil de comparar. Por eso, los sistemas de exterminio estaban muy estudiados, querían llevarte al aislamiento, castigarte en calabozos para poder quebrarte.

Primo Levi señala algo de esto que viviste. ¿Y pudiste elaborar los traumas?
La vida es conflicto, mi filosofía de vida es pensar cuánto vos podés hacer con lo que hicieron con vos: si te inoculan veneno, lo podés tomar como que te vas a morir envenenado o quizás pensar que tu organismo tiene manera de neutralizar eso. Ante las inclemencias de la vida, buscás qué hay en tu caja de herramientas para poder desactivarlas. En las peores situaciones que me tocaron vivir, lo importante fue sentirme vivo. Estando aislado, pensaba que había vida humana, animal y vegetal y que, en determinado momento, tenía que pensar que quizás era un liquen, pero estaba vivo. Tenía que retroceder a un estadio de la vida donde la sensación es que era un liquen, pero el refugio era estar vivo. Descubrís así que la vida está en otros lugares, en otras esferas, hay una dimensión del tiempo y de la geografía completamente distintas. Ahí no tenés protocolos, los vas armando. Los procesos de resistencia se hacen compartiendo lo que te fortalece a vos y a los otros. Generás un lenguaje corporal, ves a alguien caído y le das un abrazo; era una vida muy ruda, con gente austera y dispuesta a todo. No quiero hacer de esto una épica, pero la verdad es que en muchas situaciones hay que estar entero, muy íntegro, y además fuerte emocional y físicamente; el hambre, el frío, los golpes… Había que estar muy preparado.

¿Cómo fue el post-trauma?
Nunca es post para mí, porque nunca voy a bajar los brazos, ni las defensas. Uno puede disfrutar de armonía, de emociones, de ilusiones, pero la vida es conflicto. Si lo entendés así, los momentos de felicidad son sublimes. De muy chico me di cuenta de que vivíamos en una sociedad tremendamente injusta; nunca me voy a sentir a gusto con la sociedad humana. Es injusta, capitalista y desigual, y también las características de lo humano son una cosa desgraciada. Vos mencionaste a Primo Levi, él no pudo más consigo mismo. Sin duda, me dejaron mucho las consultas y esos vínculos humanos para seguir. La experiencia que viví así como en lo doloroso puede ser intransferible, en lo positivo también. Te cuento una anécdota. El otro día estuve leyendo el libro que escribió un compañero mío de la cárcel, Carlos Samojedny, que era psicólogo, lo escribió entre 1974 y 1984 en la cárcel de Rawson. Yo estuve en muchas cárceles y él estuvo la mayoría del tiempo en Rawson. Llevaba cuadernos Gloria y se los robaban, nosotros teníamos un sistema de escribir en micropapelitos y guardar en escondites; él hizo lo imposible por dejar ese registro. Analizó la relación entre prisionero y carcelero, y muchos años después fue una de las víctimas de La Tablada. Está desaparecido. El otro día me escribió su hija, a quien yo no conozco, para ver si el 3 de octubre la podía acompañar en la presentación de este libro. La primera edición se agotó y ahora hicieron una edición homenaje. No te puedo explicar la satisfacción que me dio que me llame la hija de un compañero por pensar que puedo serle útil en acompañarla. Así, te puedo contar infinidad de cosas que hacen a vínculos muy estrechos. Por un lado, vivimos en una sociedad injusta y por otro, viví una experiencia de hermandad, de integridad, aún con diferencias políticas y humanas, porque no es que le rezamos a la misma virgen ni al mismo Dios. ¡No, para nada! Estos vínculos se recrean en otros ámbitos y con nuevos actores, todos hemos tenido esposas, hijos, y se recreó una revinculación en otro escenario.

Hablás de una supuesta omnipotencia porque decís arreglarte solo, y lo interesante es que, al mismo tiempo, el acento está en tus vínculos, esos otros que te ayudan. Podrías desarrollar entonces esta idea de que el psicoanálisis, en tanto es individual, no trabaja sobre lo colectivo o lo transversal.
Eso lo pensé a los  16 años, para mí los problemas de la vida se tramitaban adoptando una identidad revolucionaria. El ideal de resolución de conflicto no me cierra. Un muchacho decía: «Avancemos hacia mejores contradicciones», era el espíritu de la época. Por eso, trato de desanudar algo que me pesa. Por eso, un tratamiento psicológico lo concibo no como ajeno a un conjunto de cosas, y además tal cosa y tal otra. No veo esto como «me trato o no me trato», uno puede ir al psicoanalista y no estar tratándose. Podés ir a conformar una parte tuya, por ejemplo, con el trámite (risas).

Dependerá del analista darse cuenta.
Exactamente. Por eso, si estoy mal, yo busco caminos. La vida te muestra caminos y te provoca cosas, uno puede pasar al lado de un árbol y no registrarlo. Si a mí me sucede algo para consultar a un psicólogo, lo haría. No estoy cerrado.

De hecho, estás abierto para hacer sesiones de pareja.
Ahí tenés un caso, y esto me resultó bárbaro, haber ido, haber compartido ese espacio con mi mujer y con el médico psicoanalista. Es un espacio de sinceramiento, de búsqueda de un diálogo, una experiencia interactiva. No se trataba de iniciar un tratamiento prolongado, fuimos y volvimos a ir. Algo muy abierto que permitió que nosotros dijéramos: «Che, ¿qué te parece si vamos?». Si me golpea la puerta tal tema, para aclarar ideas, o porque estoy angustiado –por lo que fuera–, consultaría. Un amigo me dijo que tomó unas copas de más y manejó a 180; le dije: «Tratate, te estás queriendo matar». Ahí lo veo necesario. Pero para mí, arriesgar la vida es parte de la condición humana, me parece normal, no es distinto a comer. Podés pensar «esta manera de arriesgarla me parece una estupidez», pero cada uno sabrá o se confundirá, cada uno es como es y tiene su identidad. Al que le gusta arriesgar su vida drogándose, es su opción de vida. En determinadas circunstancias, morirse drogado… No te estoy hablando solo del chico de la villa que toma paco, sino te hablo del consumado actor de Hollywood que se mató. Tuve compañeros en la cárcel que se mataron, me da una pena extraordinaria, pero… ¿quién soy yo para decir si en ese momento no era mejor quitarse la vida? En la cárcel, la idea de quitarte la vida rondaba constantemente. Si te quitabas la vida, lo que ellos te inducían, lo terminaban logrando. En Rawson, tenías una maquinita de afeitar y cada semana te daban una nueva gillette. Recién cuando se suicidaron varios, retiraron la gillette, pero te la dejaban a la noche. Me pasó con un compañero que quería mucho, recontra revolucionario, durante unos días me pedía «por favor, quedate con la guillete», porque si no encontraban la gillette, ibas al calabozo y te hacían mierda. Él me daba la gillette de noche. La inducción era muy evidente.

¿Los casos de suicidio eran frente al dolor de la tortura?
No es para ese lado. En la militancia revolucionaria el suicidio es aceptado en términos humanos, no en términos del protocolo de un militante. Te debés a una causa y a una revolución. En libertad, los montoneros utilizaban la pastilla de cianuro, la usaban en caso de tortura extrema que terminaba en la muerte. Son dos escenarios distintos, frente a una muerte segura y de un dolor insoportable, vos les ganabas de mano y conjurabas la posibilidad de que los tipos obtuvieran información. En algunos casos, hubo brotes psicóticos frente a la tortura. A uno le queda la idea de que todos somos suicidas en potencia, todos tenemos algo por lo que jugamos a la ruleta rusa, quizás equivocadamente; pienso que si mi vida está arriesgada por una causa, está bien arriesgada. Si se interrumpe mi vida por una acción revolucionaria, está bien, esto a los veinte, a los treinta y esto a los sesenta. Si yo hoy creo que tengo que hacer tal cosa, no me tiembla el pulso. Manejar a ciento ochenta no me interesa, pero si me decís «tenés que hacerlo», sí, he manejado a ciento ochenta e hice algunas cosas que me llevaron a situaciones vertiginosas –siendo suave– y no tengo un recuerdo traumático de eso. No deseo la guerra, no deseo las armas, pero veo sopa y no me dan ganas de vomitar.

¿Ya desde los 16 años eras así?, ¿o el revolucionario nació antes?
Se fue forjando, porque el ser humano es imperfecto; en cambio, la revolución es perfecta, porque es un imaginario ideal, es un mundo perfecto. Ser revolucionario es estar en un camino donde siempre te falta algo. Es una elección de vida y un camino fascinante. Ahora me encuentro empobrecido porque no soy un revolucionario; no lo soy, pero nunca dejé de serlo (risas).

¿Como periodista?
No, como ser humano. Como periodista, trato de ser buen periodista. Trato de no estar ensombrecido por la Revolución, sino no podría asumir algo que es un servicio público, una necesidad social, un derecho. Como una mesera sabe llevar con equilibrio una bandeja, yo me desenvuelvo así en el oficio.

¿Cómo surgió este oficio?
Yo hacía planos de arquitectura, con eso me ganaba la vida, y no podía desenvolverme con eso con lo que me ganaba la vida de chico y entré en este oficio, y trato de hacerlo lo mejor que puedo.

¿Y el escritor tiene que ver con el periodista?
Más o menos… La experiencia de escribir la realizo en un lugar tranquilo, sin ruidos, sin contaminación, y me dedico de manera casi excluyente a eso. No solo necesito un contexto externo, sino también despertar una serie de sensaciones internas, despertar lenguajes. Estudié semiología y ciencias de la educación, el tema de los lenguajes no es ajeno a mi conocimiento, entonces, lo practico. El contexto es para invocar mis estímulos internos y promoverlos. Hace poco terminé de escribir un libro en Gesell que no podía escribirlo en Buenos Aires, acá escribo encerrado y solo. Por más que la prosa sea periodística o se parezca, en mí son cosas distintas. Además, no me defino como escritor. Una cosa es lo que uno puede hacer y otra cosa es lo que hacés. Pienso que, en esta sociedad, te preguntan qué sos y te están preguntando qué hacés. Es una sociedad disociada y deshumanizada, o, en todo caso, el ser humano es esta porquería que llevamos adentro. Siento la escritura, no me defino como escritor porque ahí estás describiendo un estilo, un modo de vida, una posición frente a los otros, responder una expectativa, una demanda editorial, social, intelectual. Hay un mundillo de los escritores, así como otros, tengo amigos que son escritores de imaginación y se pueden sentir recontra amigos míos pero no sienten que yo formo parte de esa cofradía de lo que en esta sociedad define lo que sos. Para mí, es el qué hacés. Yo me reservo para mi laburo de periodista que hago todos los días. Escribo literatura de imaginación también, y no es que me sienta a disgusto o empequeñecido con la escritura, sino que realmente es un hacer, no lo que soy.

¿Y quién sos?
Soy militante, soy rugbier, soy padre de familia, soy esposo, soy todas las cosas que me permitió la vida y me gusta tener todas mis herramientas en mi caja y trabajar con todas. No prefiero definirme por una sola cosa. Ahora, si vos me preguntás qué cosa me marcó en la vida, lo que me definió la identidad, es la militancia revolucionaria. Ese es mi ser. Ahora no hago militancia, pero tengo los reflejos, no sé si intactos –porque estoy viejo y fuera de práctica–, pero ahí estoy consustanciándome con las necesidades de los desiguales, de los pobres, de los ninguneados, de los maltratados y me siento identificado con esto. De ellos vienen las mejoras en las sociedades, y cuando esos no se mueven, las sociedades no se mueven. Con la crisis del 2001, algo se abrió y hubo muchas mejoras. Uno le puede atribuir en lo político a fulano o a mengano, a Néstor, pero fue la sociedad la que gestó eso.

Ese escritor que no sos, pero que hace…
Digamos, el escribiente.

El escribiente, ¿podemos decir que usa al revolucionario para escribir libros como La Voluntad o La confesión de Pacho O’Donell?
Prefiero no pensarlo de esa manera. En primer lugar, porque yo perdí la libertad y prefiero sentirme libre. Condicionarte para producir algo es sentirte muy inseguro. Si hay algo que te convoca, es suficiente para que vos lo hagas. Si tenés que justificarte: «Voy a la cancha de Boca porque mi papá me llevaba cuando era chico», andá a la cancha de Boca cuando tengas ganas (risas). La verdad que ponerte a escribir tres mil páginas de La Voluntad por algo me parece una pelotudez. Tenés ganas de hacerlo, hacelo; te va bien, bárbaro; te va mal, hiciste lo que tenías ganas. Ni lo voy a agradecer, ni le voy a echar la culpa a la Revolución o al fracaso de la Revolución, ni por esto, ni por la novia que no me dio pelota.

¿No te había dado pelota la chica que fue motivo de consulta? (Risas)
No, no, era por mi inseguridad sexual. Nos queríamos mucho y después se hizo militante y militamos juntos, pero en ese momento estábamos de noviecitos, me sentía muy inseguro.

¿Y te ayudó con tu inseguridad?
Mira cómo que cuando me la encontré, en diciembre del 2010, la recordé. Voy a decir el nombre que es un pequeño homenaje, Marta Kordon, psicoanalista. Fijate si me habrá servido que me acuerdo que tenía el consultorio en la calle Pueyrredón.

Es que los vínculos son importantes ya que tuviste y tenés vínculos que te marcaron en tu vida. Muchas gracias por esta entrevista.

 

Del otro lado del diván

 Alguien que, a partir de la militancia revolucionaria, ha forjado su identidad es un ser al que lo signa la resistencia, en tanto ha podido resistir y atravesar vivencias sumamente traumáticas. Eduardo aprendió a sobrevivir frente a la adversidad de su vida y a estar siempre preparado para afrontar a su contrincante. En ese sentido, posee el don del guerrero, siendo un gran conocedor del adecuado uso de tácticas y estrategias. Su entrenamiento físico como sus recursos intelectuales y psicológicos son elementos imprescindibles en su caja de herramientas. Sabe fundamentar sus ideas, argumentarlas, cuestionarlas, discutirlas y hacerlas debatir, partiendo de sus propias contradicciones las integra como parte de su pensamiento dialéctico. Su poder de resiliencia está basado en su facilidad para vincularse con el otro y en el intercambio productivo que eso le genera. La posibilidad de identificarse con esos otros, y viceversa, es lo que lo impulsa en su «hacer», como periodista y como escribiente.