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26 abril, 2012

 

Su obra literaria es una de las más representativas de Colombia, y él, uno de los escritores vivos más importantes del país.

 

Por Daniela Gómez Saldarriaga

 

La primera vez que vi a Darío Jaramillo Agudelo me costó creer que fuera él el autor de los poemas que había leído. Lo pude observar mientras ingresaba al teatro de Envigado para participar en un recital programado por el Festival de Poesía de Medellín. Tan pronto nos cruzamos en la intimidad de las miradas indiscretas, sonreí con socarronería, como si descubriera a alguien haciendo lo que no debe. Él entraba magno, serio, monumental, con andar pausado. Yo, mientras tanto, tenía abierto en las piernas un libro con su poesía, amorosa, sutil, incluso a veces juvenil. Sentí que había leído el diario íntimo de un hombre duro que solo le confiesa sus tiernas emociones a la almohada.

Darío es abogado y economista y fue subgerente cultural del Banco de la República durante 22 años. También fue comentarista de novedades literarias para la revista Cambio, y por la acumulación de libros que esa tarea suponía, adquirió el vicio de obsequiarlos, de diseminarlos cual semillas para después recoger los frutos en conversaciones enriquecidas por las preguntas, los mundos comunes y las críticas. Tiene pocos amigos, pero han sido las amistades de los escritores Cesar Aira, Sergio Pitol, el ya fallecido Carlos Monsiváis y el editor Manuel Borrás, alimento de su carácter, de su personalidad de lector acosado por el deseo, pero ante todo de escritor.

Darío es novelista y poeta. Bueno, en sus palabras, es primero escritor de poemas que de novelas, porque toda experiencia literaria es primero una experiencia poética. Ambas funcionan a intensidades distintas. Sus novelas las utiliza para acercarse al mundo más concreto, real, el que contiene la burda violencia, las distancias, el azar, la muerte. En otra vía, los poemas son más arrojados a cruzar el despeñadero interno formado por otros: su poesía habla de amor, desamor, y especialmente, de los amores imposibles.

La pregunta más obvia es qué hace mejor. Hay quienes opinan cada cosa. Lo cierto es que el 24 de mayo de 1989, con más de diecisiete mil votos, el primer poema de su libro Poemas de amor fue elegido como el mejor verso de amor de las letras colombianas. Para Darío Jaramillo fue un exabrupto. ¿No era bien sabido que el mejor poeta en ese territorio era José Asunción Silva?

Fue precisamente la Casa de Poesía Silva la que convocó la votación y le entregó el mérito por las famosas líneas:

 

Ese otro que también me habita/acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno o de ambos/ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel/ese otro que está solo siempre que estoy solo, ave o demonio/esa sombra de piedra que ha crecido en mi adentro y en mi afuera/ eco o palabra, esa voz que responde cuando me preguntan algo/ el dueño de mi embrollo, el pesimista y el melancólico y el inmotivadamente alegre /ese otro/ también te ama.

 

Poemas de amor fue publicado en 1986, y para entonces Darío había escrito solo una novela corta titulada La muerte de Alec (1983). El texto es una carta de aproximadamente cien páginas en las que un joven habla de la muerte de un recién conocido. El género epistolar empleado por el escritor se correspondía con la vida que llevaba en ese momento, de oficinista en un banco y hombre solo en una gran ciudad: Bogotá. Esto le permitía el desprendimiento para la actividad poética, el ostracismo en el que se zambullía los fines de semana cuando no salía ni a la esquina y se quedaba escribiendo, por una fuerte necesidad, una atracción vital por acompañarse de la máquina de escribir.

Hasta entonces no se había propuesto construir un relato más largo. Pero un desafortunado evento le hizo perder la timidez que se requiere disipar para escribir una novela, para entrar en ese salón lleno de personajes, conocerlos a todos y relatar sus historias, según justificaba Borges cuando le preguntaban por qué solo escribía cuentos y poemas. En palabras de Darío, fue un cambio en la velocidad con la que se movía por la vida, pues resultó que la inmovilidad fue necesaria para el encuentro de “un nuevo centro de gravedad”, comenzar a escribir con mayor constancia y adquirir una verdadera disciplina de escritor.

Fue el último domingo de enero de 1989. Darío estaba en la finca Las Mercedes en Sopó, ubicada a cuarenta minutos del norte de Bogotá. El dueño, el arquitecto Fernando Martínez Sanabria, era un amigo cercano y un anfitrión habitual para el almuerzo de los domingos. Cerca de la seis de la tarde todos los convidados se subieron al carro para regresar a la ciudad. Esta vez el poeta fue quien se bajó de la camioneta, por pedido de Fernando, para abrir el candado del portón de la finca. Al poner las llaves en la boca del cerrojo estalló una carga de metralla que lo levantó unos10 metros del piso y lo regresó al camino que segundos antes había recorrido en el vehículo.

“Aunque todo mi cuerpo quedó herido, la atención se dirigió hacia mi pierna derecha que estaba despedazada. Había pisado una especie de mina de pólvora y piedras, dispuesta para atentar contra el dueño de la finca. De inmediato salimos para una clínica, pero estábamos en medio del tráfico de una ciudad que regresaba del fin de semana. Cuando supe que finalmente había llegado a donde podían atenderme, perdí el sentido”.

Pasados varios días, el médico encargado de su caso le habló sobre la posibilidad de salvar la pierna continuando con las intervenciones quirúrgicas y la rehabilitación durante años, o también podían amputarla. Darío llamó a un par de amigos médicos a preguntarles qué debía hacer. Ellos le dijeron que autorizara la amputación.

Entre el amor imposible y la presencia de la muerte / transcurre el día. / ¿Se detiene el corazón o explota? / El olor de la clínica me trae las preguntas: / ¿Me licuaré por dentro? ¿Me aferraré a la vida / o dejaré sereno que el fin llegue?/ (…)

Luego de las 16 semanas que permaneció internado, Darío, de 42 años, salió con la necesidad imperiosa de escribir. Sentía el cuerpo desgarrado e incompleto, y al mismo tiempo, la autoridad de pisar con más vehemencia pese a la debilidad material. Cerca de cinco años le tomó darle forma a la novela Cartas Cruzadas (1993), la cual, diez años después, sería finalista en el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Esta vez la historia ocupó casi 600 páginas, y concentró la correspondencia de un grupo de amigos que presencian desde Medellín y Bogotá cómo el destino desafortunado de la urbe los arrastra consigo. En especial, el narcotráfico, que se engulló a su manera a las dos ciudades colombianas.

La novela suelta cada tanto fogonazos clarividentes, poéticos y sobre poesía, que permiten leer una biografía no autorizada de la historia de la pasión por la escritura de Darío en las voces de sus personajes. Dice Luis, el profesor de literatura, en una de sus cartas: “El que escriba con el oído de este tiempo, el que capture su poesía más esencial –que ignoro por completo— ése será el clásico de esta época, lo cual traduce el dudoso privilegio de que algún estudiante de tesis, enamorado, lo lea con gozo dentro de cien años.”  Responde Esteban, el periodista y poeta, desde Medellín: “(…) hablas de un estilo ahora, del clásico de nuestro tiempo. Yo creo que todo trabajo honesto y serio con la literatura debe ir en búsqueda del espíritu de un tiempo y de un lugar concreto. La cuestión sin resolverse es el ritmo de la letra, que tiene que tener el mismo ritmo del tiempo. Ahora los sentidos se expanden”.

En el mismo periodo de escritura publicó dos libros de poesía: Antología poética (1991) y Cuanto silencio debajo de esta luna (1992). Luego, uno de los personajes de Cartas cruzadas se independizó y exigió su propio espacio, dando paso a más poesía con Los poemas de Esteban (1995).

 

 

“La poesía llega cuando le da la reverenda gana”

 

José Emilio Pacheco dice en uno de los prólogos de la antología Libros de Poemas (2003), que Darío Jaramillo “habita con la mayor naturalidad las dos ciudades enemigas, la poesía y la novela”. Para el escritor no es una dicotomía morar en ambas. Para el lector tampoco lo es, aún más si logra alimentarse simultáneamente de la carnosidad de la novela y de esa especie de buffet ocioso de la poesía, por ser cada poema parte y todo, una historia con inicio, nudo y final, una cápsula de drama que en el caso de Darío habla frecuentemente del ciclo siempre corto del amor.

Aunque el yo poético se diferencia del yo escritor (a Darío le gusta reconocerse y a la vez inventar ‘nuevas almas’), se podría decir, con base en los poemas, lo que finalmente confirma su propia voz: ha estado enamorado. Y claro, también ha estado solo, y tal vez ha sido la soledad el mejor combustible para la escritura. Unavez, en medio del amor, escribió cientos de poemas. Paró hasta que ya no hubo para más. Finalmente solo, releyó lo escrito. Tanto sentimiento le había tapado los poros del sentido literario. Cerca de unos veinte poemas se podían rescatar del tsunami empalagoso del amor y volverse poesía de veras, textos para ser trabajados, releídos, reinterpretados, pulidos, guardados para reposar, y tiempo después, publicados.

“Cuando uno se enamora, ¿qué le pasa? Le ocurre que se encuentra en un estado pre verbal y no puede decir lo que siente. Y además para qué, si el amor es para manifestarlo con caricias, con besos, con todo el cuerpo, no con las palabras. Por eso es que los enamorados siempre van a la poesía, a Neruda, a Benedetti, para descubrir qué es lo que están sintiendo. Alguna vez me enamoré muy intensamente. Y escribí muchos poemas de amor, pero muchos es muchos. Cuando me desenamoré, a los cuatro o cinco años, me puse a ver, y me di cuenta de que, efectivamente, el amor es un estado pre verbal. La mayoría de poemas eran muy malos”.

Por eso la soledad es un buen estado para Darío. Ahora está solo y la poesía sigue ocupando su tiempo, como una especie de nostalgia, de remembranza por lo vivido, por lo que pudo ser y no fue. “Lo que trato de decir es que para escribir poemas de amor se necesita estar enamorado. Y para escribir buenos poemas de amor se necesita estar desenamorado, y poderlos mirar en frío, como si los hubiera escrito hoy”.

¿Y qué se necesita para escribir sobre los amores imposibles? “Yo creo que lo mismo. Todos tenemos amores imposibles de muchas índoles, desde una estrella de cine hasta alguien que se nos cruza por la calle”. Casi, entonces, que la irresolución eterna y la suficiente atención para sentirse genuinamente decepcionado.

 

“Poderoso, con corbata, gana buen sueldo y escribe poemas”

 

Su encanto por este arte comenzó desde niño, cuando aún todos los amores eran posibles. Darío recuerda que Santa Rosa de Osos, en Antioquia, era su hogar; todo el pueblo enterito. Entraba y salía de todas las casas a su antojo y todos los jardines eran sus escenarios de juego. Desde entonces, su papá le abrió el camino hacia los libros con todos los ejemplares que coleccionaba en casa, especialmente enciclopedias, revistas y diccionarios, que en algunos casos contenían antologías de poesía. Así conoció la sonoridad y el ritmo de las palabras, tímida música de fondo de la infancia en el pueblo pequeño y tranquilo, y luego brusco empujón que lo llevó a tener visiones más universales, y quizá a sentir el vértigo de lo recién descubierto, el despabilar de la paz acostumbrada, la pérdida dela inocencia. Paraentonces ya vivía en Medellín.

La biblioteca del padre, de curiosidades al principio, había asumido nuevas proporciones desde la instalación de la familia en la ciudad. Antes encontraba los libros durante sus viajes de comercio, después la cercanía a las librerías le permitió reunir más de 6 mil ejemplares. Cuando Alfonso Jaramillo sintió que iba a morir le pidió a su hijo Darío que dejara la biblioteca en un lugar donde muchas más personas la pudieran aprovechar. Él lo pensó bastante por el miedo a deshacerse de ciertos ejemplares valiosos. Pero finalmente, íntegra, la donó a una universidad con sede en su pueblo. Cada tanto se arrepiente de eso. Especialmente porque ahora solo lee literatura fechada, como él dice, “antes del 31 de diciembre de 1900”, y cuando lo acosa una palabra extraña o un personaje desconocido, piensa que la respuesta podría estar en los libros perdidos.

Como ya no hay nada que hacer, debe conformarse con los libros de la Luis Ángel, los que no puede eludir comprar, los que le regalan por ser un escritor famoso, un conferencista internacional, un acostumbrado prologuista, un antiguo reseñador, un poeta, un novelista y el ex subgerente cultural del Banco dela República. A propósito, su trabajo en esta entidad le valió enemigos que no reconciliaron la imagen del escritor con poder.

“El poder no da licencia, da obligación. Por tenerlo, la gente desconfía de que uno pueda escribir poesía. Muchos poetas jóvenes recelaban de mí cuando yo estaba en el Banco porque era un señor de corbata. Además no soy propiamente simpático, soy un antipático que escribe poemas de amor”.

En el Banco dirigía aproximadamente a 500 personas y ejercía la curaduría sobre todas las obras artísticas que tenían cabida en la programación dela entidad. En esos años también escribió los libros que lo han ubicado en un puesto representativo de las letras colombianas. Usualmente los artistas rehúsan los cargos administrativos porque se consumen su tiempo y no los dejan producir. En el caso de Darío fue todo lo contrario. La presión, las horas desvanecidas en reuniones interminables, la responsabilidad, el manejo del presupuesto, acicatearon su sentido intelectual, lo obligaban a respirar a profundidad y a revivir intensamente los sentimientos.

“No creo que escribir poesía lo exonere a uno de las responsabilidades del hombre corriente. No hay nadie per se excepcional porque escriba unos versos. Más bien todo lo contrario. Si uno tiene la pasión por algo tan grato como la poesía quizá tenga una deuda con la realidad mucho más concreta, que no es la de salvar el mundo, sino de cargar el ladrillo que le tocó cargar a uno, o recibir más peso, si es el caso”.

 

“Una aprendiz, un amateur, un gocetas de esto, no un profesional”

 

Darío adora los dulces y los come hasta el hartazgo. Cuando puede, se reúne con sus compañeros de colegio a conversar y a comer helado. Todos son hombres sesentones ya, pero no desperdician las visitas mensuales del escritor a Medellín. Hablan de todo y no eluden las frivolidades porque al poeta los estereotipos sobre su arte le parecen “bobos”. Y también sabe que las pintas bohemias de los artistas de superficie son “una reverenda güevonada”.

Sus reflexiones literarias bien pueden hablar de los gatos, de las piedras, de las distancias, del amor, del cortejo, del abandono y de la sensación de ahogo que deviene de la cercanía del máximo placer o de la más intensa soledad. Sus novelas, de lo mismo. Pero de un modo un tanto más abierto, más generoso.

De ahí su estilo que se torna tan amable. Cuestiona al lector y lo hace sentir acogido, reconocido, por su inocencia conspicua, por una inteligencia que a cualquiera le parecería certera. En otros términos, sus palabras acompañan, son más un susurro que un discurso.

“Me di cuenta de que este es un país extremadamente solemne. Por eso siempre he tratado de escribir como se conversa, como se habla. Fue algo que me preocupó desde el principio: que la poesía no sea para declamar, como oye uno a ciertos poetas inspirados… Yo no soy capaz de hacer eso, me muero de la risa de mí mismo. Siempre he tratado de escribir la poesía en un tono conversacional”.

La voz interior (2006), uno de sus últimos libros, es la biografía de un escritor que inventa escritores. En él se incluyen los poemas de personajes que son poetas como él. Su empeño se dirigió a revelarse en voces inventadas que también poetizan y hacen sus propias interpretaciones sobre lo que es la literatura.

Esta obra, más su posterior libro de poesía, Cuadernos de música (2008), y otro de prosa, Historia de Simona  (2011), son los más recientes ejercicios de escritura que sostienen su abigarrado laboratorio de estilos. Cartas, diarios, poemas e historias que confirman la versatilidad de Darío Jaramillo para interpelar a los lectores. Cada obra es una mezcla sin precedentes con la cual se aventura a hablar de su tiempo, de las ciudades y sus males, de las amenazas de la amistad y de las curvaturas del amor, que son, por mucho, el tema ineludible.

 

 

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