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26 abril, 2012

 

Por Lucas Paulinovich

 

El escritor alemán, premio Noble de Literatura en 1999, Günter Grass fue declarado “persona non grata” por el Estado de Israel. ¿La ética debe intervenir en el arte? ¿Es el arte víctima de la hipocresía?

 

Es comienzos de abril del 2012 y la noticia no deja de ser verídica –aunque su grado de verosimilitud angustie-: el poeta alemán Günter Grass, premio Nobel de Literatura en 1999, es declarado “persona non grata” por el Estado de Israel.

Es bien cierto que cada Estado goza de su soberanía y puede hacer con ella lo que quiera: como, por ejemplo, decidir dejar pasar o no a un hombre cualquiera. Sin embargo, los motivos que inspiraron esta declaración confirman el nivel de inmunda hipocresía que ostenta con orgullo la cultura occidental –a estas horas, globalizada-.

Es hora ya –los hechos así lo indican- que acabemos con ilusiones tales como “libertad de conciencia” o “libre expresión”: vivimos en una sociedad en donde los jueces del saber nos autorizan si podemos pensar lo que pensamos y cómo debemos referirnos y qué palabras tenemos prohibidas. La censura al último poema de Grass lo demuestra: allí simplemente denunciaba las atrocidades que el Estado de Israel lleva a cabo en tierra Palestina y se interrogaba acerca de la legitimidad en los reclamos contra el enriquecimiento atómico de Irán por parte de los principales países con potencial atómico.

Reconozcamos que fue ofensivo, pero solo en la medida que describió, de acuerdo a perspectiva, un episodio real. Acaso no fue más peyorativo que los hechos mismos. Y en el caso no solo haya descrito y además sumara un juicio de valor: ¿Acaso la democracia no era ese estado social donde primaban las libertades que hacen al hombre un hombre y no un simple objeto? ¿Existe algo que identifique más a un hombre que la verbalización racional de sus apreciaciones sensibles? ¿Cómo concebir, entonces, que alguien deba callar porque sus dichos son tomados como ofensivos? Quizás esa libertad de decir lo que uno auténticamente piensa solo exista, en tanto y en cuanto, uno piense correctamente: la libertad de conciencia consiste, básicamente, en poder observar libremente quien paga mejor.

 

Callar y obedecer para existir

El humanismo eticista que en nombre de abstractos y confusos –y, por lo demás, curiosamente ocurrentes- principios éticos, nos invita a moderar nuestras exclamaciones y ejercer recortes éticos en nuestras proposiciones, no hace otra cosa que invitarnos a la hipocresía: ¿O qué otra cosa es un dialogo entre dos personas que se detestan y que, si pudieran, se matarían mutuamente, y cuyas posiciones son tan inconciliables como una multinacional con los derechos laborales? Promover la libertad de expresión y agitar, al mismo tiempo, la cautela del “respeto al otro” es un contrasentido irresoluble: si yo pienso que el otro es una porquería, difícilmente pueda brindarle mis respetos, y solo estaré ejerciendo mi “libertad de expresión” cuando se me permita decir sin rodeos que aquel me parece una porquería.

¿No era el arte ese espacio consagrado a la expresión viva del espíritu humano que experimenta el mundo material? ¿Cómo concebir ataduras, limitaciones y decoros para esa expresión libre y voluptuosa? Pedirle respeto al arte es tan prudente como pedirle abstinencia a la estrella de un cabaret.

Existen contradicciones materiales que nunca se resolverán por las vías de la convivencia pacífica y las búsquedas de consenso –de hecho, esas son argucias para mantener las cosas como están y evitar enfrentamientos que puedan desarrollar modificaciones-: precisamente, la abolición de tales contradicciones implicaría la abolición de los actores mismos, y es sabido que el suicidio o la cesión generosa no son cualidades habituales en quienes gozan de posiciones de poder.

La objeción ética sobre las palabras de Grass –recordándole aviesamente la confesión de haber sido reclutado para las SS que el alemán hiciera en el autobiográfico libro “Pelando la cebolla”- funciona como estrategia para la justificación de los delitos que lleva adelante el Estado de Israel, en connivencia con sus aliados occidentales –que siempre respaldan los reclamos ante las repetidas muestras de “antisemitismo” que encuentran por todos los rincones-: siempre que alguien denuncie las prácticas genocidas e imperialistas, recibirá las acusaciones de filonazismo correspondientes.

El occidente cristiano y capitalista ha conseguido conformar un “monopolio del sentido trágico” y apropiarse, de esa forma, del rol de víctima en la historia: las tragedias solo son aquellas que se desprenden de experiencias en poblaciones aliadas o inofensivas a los intereses imperialistas, y que las usinas de significación –en manos de los poderes occidentales- estatuyen como tales.

De tal modo, un mismo hecho –igualmente sanguinario o vergonzante- puede concebirse como tragedia o no, de acuerdo a su ubicación geográfica. Los hechos, medidos desde la dimensión ética, pierden consistencia: uno abandona la intención de desmenuzar analíticamente la estructura de los hechos y se lanza a la simpleza de categorizar entre “bien” y “mal”.

 

La hipocresía pedagógica

Asimismo, y razonando desde el extremo: ¿Por qué alguien que admirara a Hitler y estuviera a favor de los campos de concentración no debería decirlo? No se trata de pedir que estos sean designados embajadores en África Central ni que apadrinen hogares de niños –aunque muchos de ellos están al frente de gobiernos o de organizaciones con altísima influencia mundial-. Exigir silencio en quienes ostentan ideas contrarias a la tolerancia y la diversidad, no solo no es el mejor homenaje a esos valores erigidos, sino que se trata de una fuerte apuesta por la hipocresía y, por lo tanto, como todo aquello que se niega y reprime, una concesión a la subsistencia odiosa de esas ideas mediante formas diversas.

¿Por qué razón, a esta altura de la historia, alguien no debería exponer lo que genuinamente piensa, por más odioso que esto fuera? Tal vez la respuesta sea “por la convivencia democrática”, pero particularmente se me hace que es más sencillo y beneficioso convivir con alguien que asume lo que piensa sin remilgos y que, en consecuencia, puedo reconocerlo por ello. Cuando el eticismo se convierte en dictadura, comienza a ser peligroso para la creatividad artística: los artistas deben estar atentos a los censores éticos que tacharan y denunciaran sus obras siempre que contradigan los “buenos valores”. A partir de allí se desprenden como consecuencia la insoportable cantidad de obras de “buena conciencia” que tienen la sagacidad de un pastor espiritual, el atrevimiento de un súbdito real y la capacidad de sorpresa de un caracol acalambrado.

Pero lo farsa queda manifiesta: casi todos los que acompañaron la censura del poeta alemán, son los mismos que masacran al pueblo palestino o son condescendientes con la persecución de gitanos en Rumania y Europa del Este o pretenden amurallarse en su Viejo Mundo y expulsar como ratas a los inmigrantes que antes emplearon como mano de obra baratísima pero ya no le son útiles, justamente, por las inclemencias de la crisis que sus propias veleidad especulativas desataron.

Perdónenme, pero todo aquel que pretenda una valoración ética de una obra me hace perder la atención y los respetos intelectuales. Y esa sanción moralista es la que hacen muchos de quienes se llaman “progresistas”: condenar al imperialismo desde un punto de vista ético es tan ingenuo como decir que los problemas de la Iglesia pasan porque las monjas no usan minifaldas.

En definitiva, ante semejante hipocresía, incluso un nazi confeso y sincero es mucho más respetable.

 

 

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