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21 febrero, 2013

Dos pensamientos consagrados a la misma búsqueda.

Por: Cora Papic

El silencio y la superficialidad de la serie Black Paintings, de Frank Stella, constituyen el punto de partida de un nuevo interés en cuanto al espacio real por fuera de la obra, poniendo de manifiesto el carácter contingente de la percepción.

Stella se agrupa, junto con Sol LeWitt, Tony Smith, Carl Andre, Dan Flavin y Donald Judd, entre otros, dentro de lo que se denomina movimiento minimal, o minimalista, que tuvo lugar en Estados Unidos hacia 1960, particularmente en la ciudad de Nueva York, en medio de una coyuntura artística atravesada por lenguajes que dialogaban con la sociedad de consumo.
A grandes rasgos, dicha época se caracteriza por una gran fertilidad y confluencia de movimientos experimentales que estructuran el eje de peso anclado en Estados Unidos, el que, antes de la Segunda Guerra Mundial, lo constituían Europa y las vanguardias de principios de siglo. Es entonces cuando Estados Unidos produce el primer movimiento neovanguardista netamente vernáculo: el minimalismo.

Me resulta particularmente interesante destacar que, en su mayoría, los artistas agrupados dentro del movimiento conforman la primera generación egresada de una carrera universitaria; por lo tanto, dicha peculiaridad podría explicar su intensa reflexión teórica volcada en la propuesta artística, así como la capacidad de allanar el camino hacia el arte conceptual.

El movimiento minimal es heredero y declarado fruto de la influencia del expresionismo abstracto de Jackson Pollock y Mark Rothko, cuyas obras proponen una vuelta de tuerca a la vivencia del espectador: apelan a la expansión por fuera del marco y, utilizando la gran escala, generan una experiencia envolvente y abrumadora donde el espectador se ve arrojado a participar de la ambientación virtual que generan, forzando el límite entre los actos de contemplar y percibir. Por esta vía, el movimiento minimal indaga en el fenómeno de la recepción, al mismo tiempo que desenmascara los mecanismos de la percepción, transformando la experiencia total del espectador, que va de una situación de contemplación a una de compromiso (físico y mental, sin necesidad de una participación activa, como ocurriría en los happenings, por ejemplo). El resultado es el descubrimiento del espacio circundante y el papel indispensable del espectador como pieza indisoluble de la obra.
Las obras minimal tienen una factura casi industrial, donde el gesto es descartado en pos de un alejamiento de toda emoción u anécdota. El lenguaje minimal es la abstracción geométrica, y Stella, particularmente, trabaja desde la superficialidad; esta repele al espectador, quien entonces se repliega en el espacio real: el espacio se resignifica y cobra, junto al espectador, un matiz revelador en tanto instancia de experiencia. Es así como el espacio de la sala se activa. Por ejemplo, en la citada serie Black Paintings (Nueva York, 1960), el artista trabaja sobre placas recortadas en formas geométricas asimétricas, en cuya superficie pinta finas líneas negras perfectamente paralelas, utilizando materiales y técnicas que buscan un resultado lo más alejado posible al gesto del pincel. A través de esa estrategia, Stella intenta crear superficies mudas que arrojan al espectador afuera de la obra.
El compromiso físico y mental, del que hablaba anteriormente, entendido como respuesta confrontacional asumida por el espectador frente a una obra minimal, es posible gracias a la presencia que irradia el objeto. Dicha presencia, siguiendo a Frances Colpitt (Minimal Art, The Critical Perspective), es una fuerza perseverante que liga al espectador con el objeto; el espectador carece de elementos formales para poder describirla, ya que su importancia radica en que esa presencia es sentida y, por consiguiente, responde a ella más que reconocerla. Esto quiere decir que nos vemos obligados a una suerte de confrontación, y una comunión resultante, con esos objetos de formas abstractas (presencias) que constituyen la obra, al mismo tiempo que nuestros cuerpos toman posesión de esos objetos; y es allí donde radica la importancia de una de las indagaciones del minimal.

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La presencia, una vez más, viene a sustituir la habitual identificación con la obra, en general constituida por la cualidad antropomórfica que caracteriza a la escultura tradicional en tanto elementos iconográficos, por ejemplo, o las relaciones de tensión internas al objeto, o bien la verticalidad que genera un lazo relacional con el espectador. Todos estos elementos en conjunto no aparecen en el objeto minimal y, a pesar de ello, la conexión con el espectador se da. ¿Dónde? En la tan mencionada presencia como fuerza perseverante, como nexo que evidencia el desprendimiento del objeto como cosa aparte del espectador. La cosidad demuestra la separación de las entidades: objeto y espectador; sin embargo, ambos conviven en el mismo espacio, y la instalación minimal pone de manifiesto ese descubrimiento y nos arroja a dicha experiencia, evocando la conciencia del propio cuerpo dentro de ese espacio compartido.
Es preciso, en este momento, introducir la relación entre el movimiento minimal y la fenomenología de la percepción, corriente filosófica que indaga la percepción entendida como «momento auxiliar y coordinador en la realización de la existencia. (…) se dirige a estados de cosas que captamos cognoscitivamente» (Claudio Boyé, Una aproximación a la fenomenología).
Esta corriente, introducida por Maurice Merleau-Ponty, cuya obra en francés es publicada hacia 1945, reflexiona en torno al mecanismo de la percepción, sostiene que esta se constituye como un acto encarnado, y no puede olvidar la circunstancia de que se está y se es desde alguna parte. Esto genera necesariamente un punto de vista, el cual recorta y significa una situación, y por consiguiente ese recorte es organizado desde una ceguera. Merleau-Ponty sostiene que todo ser exterior resulta accesible únicamente a través de nuestro cuerpo, y en esta relación íntima el «cuerpo es al mundo así como el corazón es al organismo: mantiene continuamente en vida el espectáculo visible, lo anima y lo alimenta interiormente, forma con él un sistema» (Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción). Por otra parte, «… el hombre no es un espíritu y un cuerpo, sino un espíritu con un cuerpo, y (…) sólo accede a la verdad de las cosas porque su cuerpo está como plantado en ellas» (Merleau-Ponty, El mundo de la percepción: siete conferencias). El correlato en el minimal es el concepto de presencia, a través del cual el cuerpo encuentra una vía de conexión con la obra.
Como mencionaba anteriormente, los artistas del movimiento minimal eran universitarios, y existe la posibilidad de que, en el contexto académico, hayan tenido contacto con Merleau-Ponty, posiblemente de manera indirecta, a través de relecturas o de manera oral, ya que la obra del filósofo francés no se traduce al inglés hasta 1965, época en que Stella avanza notablemente en su propuesta y su posicionamiento en el mundo del arte. De todas maneras, es relevante plantear semejante hipótesis debido a la íntima relación entre esa corriente filosófica y esta propuesta artística que dirige la reflexión a la relación entre conciencia y naturaleza.
La instantaneidad de las figuras geométricas que componen los objetos minimal, en tanto Gestalt, es también una influencia o disparador tomado de los postulados de Merleau-Ponty: al percibir en un instante las formas, por su cualidad geométrica y simple, el espectador desarrolla en el tiempo la experiencia entendida como esa relación inalienable entre cuerpo y objeto. La obra minimal arroja al espectador a la reflexión acerca de «la diferencia entre lo que se sabe que una cosa es y la forma en que esa cosa aparece» (Frances Colpitt); y, aun más audazmente, subraya la relación posible entre sujeto y objeto, dada como una vivencia encarnada, donde el acto de percibir el mundo exterior y el del propio cuerpo constituyen las dos caras de un mismo suceso.