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20 abril, 2020

Cocinar con colores: una charla con Felipe Giménez

Por Rafael Giménez

Cocinar con colores: una charla con Felipe Giménez

Meu coração não se cansa de ter esperança, de um dia ser tudo o que quer.
João Gilberto

 

Entre bossa nova y metáforas culinarias, Felipe Giménez nos cuenta cómo en tiempos de grandes crisis es posible reinventarse, curarse y volver al origen para encontrarse con lo que uno siempre quiso ser. Un artista que produce para los demás, un voyeur de las relaciones humanas. Un pintor que piensa, escucha y le pone color a El Gran Otro.

 

Por motivos que todos padecemos, esta entrevista con Felipe Giménez (quien, por cierto, no está relacionado con el autor de este artículo, simplemente compartimos el apellido) se realizó por teléfono. Felipe habla despacio, pausado, de manera didáctica, como recitando. De fondo se escucha una bossa nova envolvente, suave, querendona. Estamos en abril y en la costa atlántica bonaerense los días intercalan soles cálidos con noches frías y algunas lluvias torrenciales. La casa de Felipe está en la Sierra de los Padres, en las afueras de Mar del Plata. Es ahí donde el artista pinta sus cuadros, entre colinas pedregosas y al reparo de la humanidad.

A lo largo de esta charla con el artista surgirán varios disparadores y metáforas. Brasil aparece y desaparece. La gastronomía se impone caprichosamente cuando hablamos de pintura y en ambos interlocutores se evidencia un interés por el otro. No por el otro interlocutor (aunque sí), sino por ese Gran Otro que nos define, nos interpela y nos elude. Quien escribe va en busca del entrevistado. Quiere conocerlo, desentrañarlo, definirlo. El artista, arrinconado telefónicamente ante las preguntas del periodista, va reflexionando sobre el arte, sobre sus pinturas y sobre su relación con todo eso.

 

 

Las fiestas ajenas

Leí en una entrevista que le hicieron en un medio de Capital que Felipe es fanático de João Gilberto. Le cuento, para quebrar el hielo, que me encanta la bossa nova, que viví de chiquito en Brasil y que volví a hacerlo ya de adulto. Al artista pareció gustarle mi conexión con el país vecino. Me cuenta que Brasil fue muy estructurante en su sensibilidad y que siempre que algo viene por ese lado le genera un entusiasmo mayor.

No es casual que comencemos nuestra charla recordando la infancia. Cuando Felipe era chico solía acompañar a su mamá a un sinfín de eventos. Ella era cocinera profesional y así el futuro artista pasó muchas noches en casamientos, cumpleaños, bautismos y demás celebraciones. Fue durante años un precoz observador de la felicidad humana, un voyeur de fiestas ajenas. Le pregunto si cree que esto ha influido en su desarrollo artístico, ya que en sus pinturas siempre hay gente haciendo cosas y hay algo de festivo en la paleta a la cual recurre. Cuenta Felipe:

«Quizás si mi vieja hubiese tenido una funeraria mi pintura hubiese sido un poco más dramática o triste en su forma de expresarla. Creo que esto que vos decís es totalmente cierto, ese voyeurismo mío de estar en fiestas ajenas, pero a la vez había una participación, porque yo estaba trabajando y venía de una familia que era la que había hecho la comida y el oficio de uno era servir alimento para un estado de alegría, digamos, para celebrar esa fecha. Por eso yo digo que mi tercera formación es gastronómica».

Aquí empieza a meterse lo culinario en nuestra conversación. Quizás sea el horario, quizás la cuarentena, pero la comida se vuelve una metáfora poderosa, muy evocativa, a la que el artista recurrirá a lo largo de la entrevista.

«Para mí el arte es alimento y yo pinto pensando en el otro, en el que va a recibir la obra. Eso es como una desviación que tengo, que necesito hacer rica la pintura. No sé por qué. No digo que sea correcto ni que ese sea el fin del arte. A mí me sale así. Por eso hago una obra de arte que muchas veces toca temas difíciles, pero los condimentos que le pongo la hacen rica. Porque atravieso muchas temáticas y algunas son bastante duras, pero es como comer comidas en las que hago un maridaje o las sazono de tal forma que, a pesar de que sea difícil de digerir, lo que estoy dando tiene toda una cuestión de colores y de condimentos que hacen que termine siendo una comida apetecible y aprovecho todos los temas».

 

 

Revelaciones

En una charla que brindó en TEDx Mar del Plata en 2016 Felipe contó cómo el arte lo salvó tres veces de tres naufragios distintos a lo largo de su vida. El primero de ellos fue a los 6 años, al empezar la escuela. Felipe es un buen contador de historias, pero nunca se le dio bien la escritura. Cuando empezó la escuela descubrió que ya no bastaba con ser Felipe, que había un Gran Otro que le exigía una definición, que de repente tenía que explicarse. Felipe pasó a ser el alumno Giménez. La angustia ante la dificultad frente a las letras y frente a las instituciones dio paso a la primera revelación: en los márgenes de la hoja Felipe hacía dibujitos. No significaban nada, pero eran una compañía. En ellos se reencontraba a sí mismo, le hacían bien.

La segunda revelación se dio en la adolescencia, cuando la matriz, según contó en la charla mencionada líneas arriba, volvió a moverse. Felipe quería pronunciarse, ser algo, ser distinto. «Cuestiones oscuras” gritaban dentro suyo, pero no las podía pronunciar. Un buen día un amigo suyo se presentó con una remera negra que tenía unos trazos blancos y dos manchas de colores, una grande y otra pequeña. Felipe quedó fascinado por esa camiseta. Se sintó comprendido. «¿Qué es eso?», le preguntó. «Es un cuadro de Miró», le respondió su amigo. «¿De quién?». Ahí descubrió que había gente que pintaba lo que él sentía. Eran «traductores de sentimientos». Empezó a bucear en las obras de Picasso, Giacometti, Klee y Polock. Y decidió que quería pintar.

Felipe estudió psicología y ejerció esta profesión durante muchos años. Su interés por la observación, la escucha y las relaciones humanas lo llevaron a tomar ese camino, pero nunca abandonó el dibujo y la pintura. Le pregunto si estudió arte y me dice:

«Si referenciamos el tema del arte como aquella construcción que tiene que ver con la formación académica, que siempre estuvo en discusión pero que cada vez está más en crisis, yo te podría decir que la experiencia que tuve por algo parecido a la formalidad tuvo que ver con mi paso por el estudio del maestro Alberto Bruzzone. Estuve varios años ahí».

La Casa Museo Alberto Bruzzone es un espacio cultural del norte de la ciudad de Mar del Plata donde se brindan cursos y talleres, además de exponerse las obras del pintor y conservarse intacto su atelier. Prometemos escribir un artículo sobre esto más adelante.

«Lo que recibí ahí es una disciplina con relación a algo que yo estaba necesitando, porque me era muy difícil manejar todos los impulsos que me venían en relación a mi sensibilidad, organizarlas en una tela o en un dibujo y mi paso por ese taller me dio todo eso: una formación plástica más que artística donde estuve revisando varias problemáticas que hacen a la plástica y me ayudaron a poder encontrar una armonía o un fraseo o algo parecido a lo musical en cuanto a lo que quería expresar. Me resulta un poco particular y raro el estudio del arte. Sí fue un lugar donde me ayudó mucho a poder organizarme y empezar a poder expresarme de una manera más cercana a lo que yo profundamente quería comunicar que con las técnicas que yo tenía no lo lograba».

Su entrada al mundo del arte se dio en un contexto convulsionado. Aquí Felipe ubica su tercera revelación, el último naufragio del cual salió a flote gracias a la pintura. Fue a mediados del 2001. Faltaban pocos meses para la caída de las Torres Gemelas, que reconfiguraría la política mundial, y para el estallido político, social y económico de diciembre en la Argentina. En vísperas de todo eso, al papá de Felipe lo matan en un asalto. Ahí «todo se tiñó de rojo». Y fue la pintura, una vez más, la que vino al rescate.

«Yo ya tenía la idea de que si seguía esperando qué era lo que tenía que hacer iba a ser muy difícil y tenía la clara convicción que lo quería hacer, así que para el 2001, más o menos, tomé la decisión de dejar la psicología, que era mucho más que dejar la profesión, porque al oficio de pintor no lo veía como algo rentable. Pero bueno, ahí me largué. Primero, tomé la decisión de tomarme un año sabático y ese año sabático ya lleva 20 años».

El rojo fue el salvavidas de ese naufragio personal en el medio de un naufragio colectivo. Felipe empezó a pintar fondos rojos y sobre ellos empezó a poner gente haciendo cosas. Sentía la necesidad de contarse a sí mismo a través de la pintura y fue como una terapia, una reparación. Descubrió que eso le hacía bien, que no podía parar. El otro, presente en cada una de sus obras, estaba ahí para él.

 

 

En busca de la claridad

No fue fácil largar todo y dedicarse al arte en un contexto como el 2001, sobretodo teniendo hijos chiquitos. Pero, con el apoyo de su esposa y la convicción de estar haciendo lo que tenía que hacer, encaró esta nueva etapa con entusiasmo, pero sin sospechar el éxito que tendría.

«Nunca pensé que iba a vivir del arte. Ni lo sospechaba. De hecho, de chico no conocía a ningún pintor que viviera del arte. Hasta de grande no tenía ningún modelo. No pensaba que de eso se podía vivir. Y los artistas que conocía estaban tan lejos que los veía más como estrellas de Hollywood o superhéroes. Después, lo que me pasó es que cada vez tenía más ganas de pasar más tiempo pintando, más tiempo en este proceso creativo».

El proceso creativo de Felipe es constante. Él no solo vive del arte, vive en estado de arte:

«Ataco el lienzo directamente, no dudo. Cuando se me complica algo, lo dejo. O sea, soy muy de ir directo a la cuestión. Por lo menos en esta etapa mía, que está durando bastantes años ya. Soy bastante simple en esto. Creo que el arte es la parte de mi vida en la que soy más simple. A otros les pasa exactamente lo contrario. Soy mucho más complicado en otros aspectos de mi vida. Por eso me hace tan bien y me refugio tanto en el arte, porque me produce un alivio muy grande. Lo que para otros artistas es una obsesión y una cosa muy difícil, yo la vivo de una manera muy armónica. Muy como la música brasileña. Por eso este gusto por la música de Joao Gilberto y esa simpleza y ese desafinado tan hermoso y tan profundo. Ese juntarse a hacer música. Lo vivo de una manera muy armónica. Yo me junto a pintar».

En cuanto a sus obras, a quien escribe les recuerdan al arte naïf brasileño, pero Felipe las considera más cerca de lo «primitivo». Pero no es que le sale así, es una búsqueda consciente. Procura ir despojándose de artilugios para poder ser lo más claro posible. La claridad en el mensajes es algo que Felipe tiene muy presente:

«Cuando alguna obra sale así, con claridad, siento que al otro le ofrezco una comida con cierta identidad, con cierto sabor. Y nutritiva. Busco que la persona rápidamente entienda ese sabor y, a la vez, que la pueda llevar a ciertas consonancias, a sabores de su infancia, a sabores que lo ayudan a evocar algunos momentos que tuvieron que ver con su vida».

Algo de gastronomía debe entender Felipe Giménez porque sus obras son fácilmente asimiladas en galerías y colecciones privadas de las Américas, Europa y Asia. Gente de muy diversa procedencia, de diferentes profesiones y clases sociales y con distintos paladares encuentran algo grato en su obra. Casi se percibe, al contemplarlas, el fraseo de João Gilberto, como parte integral de la composición de sus pinturas. Como un color o un trazo.

«A mí me parece que lo hace que mis pinturas gusten es que tienen resonancia. La gente se puede apropiar, les suena la obra. Y después tiene condimentos claros, colores claros, líneas claras y cuenta una historia. Después cada uno hace con eso su propia película. Y ahí me parece que cumple una función mínima que me parece que está bueno que el arte cumpla: que la persona pueda hacer una experiencia propia con eso».

Felipe se pasa todo el día dándole vueltas a sus obras, pero no desde una postura obsesiva, sino como un proceso creativo continuo:

«Yo me dedico a esto las 24 horas, prácticamente. Trabajo mucho porque, en realidad, yo ya no lo tomo como un trabajo, es mi quehacer. Es como si fuera una religión, como si alguien estuviera pensando constantemente en su dios o en su credo y está preparando esto o lo otro, pero siempre en función de eso. Bueno, a mí me pasa lo mismo en relación con lo que yo hago. Estoy todo el tiempo pensando y haciendo y viendo. A veces lo hago por mí, a veces pienso mucho en la gente que sigue el trabajo que yo hago y pienso como si tuviera una iglesia o un restaurante que tengo que abrir. No me pesa eso. Al contrario, a veces me motiva saber que hay otros que están esperando a ver qué voy a preparar».

Resulta curioso cómo este artista define su proceso creativo. Lo hace como quien brinda un servicio. Sus pinturas son para los otros. Tienen que gustar, pero tienen también que llenar, que satisfacer. Es de suponer que si Felipe se hubiese dedicado, efectivamente, a la gastronomía sus platos tendrían la misma sensibilidad que le pone a sus lienzos. Y al entrar en su restaurante nos recibiría, naturalmente, la música de João Gilberto.

 

 

Arte, subjetividad y tiempo.

Siempre pensé que todos somos artistas, pero que nos institucionalizaron el arte. Me alegra que Felipe piense parecido. Me cuenta una anécdota muy gráfica cuando le pregunto qué consejo le daría a todos aquellos pintores y dibujantes que están dudándola, que piensan que no son lo suficientemente buenos o que ni vale la pena intentarlo.

«Cuando voy a un jardín de infantes y le pregunto a los chicos quién de ellos es pintor o pintora, todos siempre levantan la mano. Pero después les pregunto si sus papás y mamás pintan y nadie dice “yo”. La cuenta que yo hago entonces es todos alguna vez fuimos chicos y por lo tanto fuimos pintores y pintoras».

La medicina, reflexiona Felipe, descubrió hace tiempo lo bien que hace el ejercicio físico en ciertas etapas de la vida y por eso los médicos prescriben, por ejemplo, salir a correr. Lo mismo debería pasar con el arte. Es una idea interesante.

«Cuando salís a correr no quiere decir necesariamente que vas a ser un atleta, sino que simplemente vas as oxigenarte. Debería pasar algo parecido con la pintura, con la música. Deberían prescribir que la gente pinte y dibuje más y no cargarla de la exigencia del mundo del arte, que sientas que tenés que producir una obra artística. Cosa que, además, es de una subjetividad total».

Arte y subjetividad van, sin duda, de la mano. Hay pinturas que a Felipe le agradan más que otras, pero no sabe explicar porqué. Intuye que esa afinidad pasa por los estados de ánimo en los que tal o cual obra fue producida y también por el estado de ánimo del Felipe que la contempla. Y estamos, justamente, viviendo un tiempo especial para la contemplación y la introspección, metidos en nuestras casas esperando el fin de la pandemia.

Felipe siente que el reloj se le retrasó 40 años. Su mundo se redujo a su pedacito de sierra, al almacén cercano y a no mucho más. El tiempo pasa más lento y está aprovechando para retomar placeres pendientes. Está buceando en la música brasileña de los ’60 y ’70. Se está sumergiendo en los sonidos de artistas como Ney Matogrosso y Novos Baianos. También está escuchando unos programas de radio que grabó Alfredo Zitarrosa en México. Le encantan, me dice. También está ahondando en Xul Solar y en las miradas de Borges sobre eso. Hay una novela de Sándor Márai que hace 10 años esperaba ser leída. Ahora le llegó el momento.

Desde su taller Felipe observa cómo la naturaleza va reclamando lo suyo. Y le gusta. Lo celebra. Y me confiesa también que ahí, en cuarentena, se da cuenta de la alegría que le producen los materiales con los que trabajaba. Le emociona que sus pinceles y espátulas se mantengan fieles, que aguanten frente a la imposibilidad del reemplazo. Abre latas viejas de pintura y al ver que están frescas se pone contento:

«En estos tiempos de privaciones siento hacia mis materiales un agradecimiento tan grande que roza la locura».

Resulta lógico. Todo buen cocinero, al hablar de lo que hace, mencionará tarde o temprano la importancia de contar con una buena sartén o cómo le gusta tal o cual olla. Con la pintura, en tanto oficio, no tiene porqué ser diferente.

Entre pinceles, canciones y cucharas creo haber aprendido una cosa o dos:

Que nunca es tarde para arriesgarlo todo por hacer lo que nos gusta. También que la pintura puede tener sabores, que la bossa nova se da bien con las sierras marplatenses y que hay un artista que se llama Felipe Giménez que al pintar piensa en nosotros.

Y que el arte salva.

 

 

Fotografías
Las reproducciones de obras de Felipe Giménez utilizadas aquí han sido extraídas de su página web: www.felipegimenez.com

Fuentes
Entrevista del autor con Felipe Giménez, abril de 2020.
Página web del artista: www.felipegimenez.com