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12 junio, 2012

 

LITERATURA

 

La escritora Ana María Shua vuelve a publicar un libro de microficción.

 

Por Gonzalo Figueroa

 

Son tiempos en los que la brevedad es vital, tiempos de textos que se achican. Son tiempos de twitter. Entre tanta brevedad, Ana María Shua vuelve con un libro de microficción: Fenómenos de circo.

 

Adelante, damas y caballeros. Pasen y vean. Asómense al maravilloso mundo circense. Miren al trapecista sin trapecio, al domador comido por el león, al mago cobrando las entradas. Vean a los freaks, a las criaturas más extrañas del planeta que se exhiben para vivir. Entren a Fenómenos de circo, el nuevo y maravilloso libro de Ana María Shua.

Hacía tiempo que la escritora Ana María Shua quería escribir un libro de microficciones sobre un mismo tema, pero no alcanzaba a reunir la cantidad suficiente de textos, hasta que descubrió el circo como temática. Lo primero fue escribir sobre los personajes clásicos del circo: el trapecista, el mago, los domadores, y cuando comenzó a faltarle material se puso a investigar, a ver quiénes eran los personajes reales en ese mundo de fantasía. De ahí surgieron nuevas microficciones basadas en historias verdaderas. La última parte del libro es una recopilación de biografías relacionadas con el circo, sobre las que Ana María Shua investigó para escribir. La realidad da origen a la ficción.

 

 

Hay muchas teorías acerca de cómo llamar a estos relatos tan cortos: minicuento, microficción, microrelato…

Cuando publiqué mi primer libro, La sueñera, se lo llamaba cuento brevísimo y era un cuento muchísimo más corto que los demás. En este momento, uno de los temas en los que los críticos no terminan de ponerse de acuerdo es en el nombre. Lo que sí es que no se trata de cuentos. Es otro género diferente y no un subgénero del cuento. Hay quien lo llama microrelato o minificción, pero no minicuento, y hay quien dice que el minicuento es un subgénero dentro del microrelato.

 

 

Además, es un género híbrido, cercano al aforismo, a la poesía.

Es otra cosa, pero la minificción limita con el país del aforismo, con el país de la poesía, con el país del cuento y con el país del chiste. Hay algunos textos que pivotean en la frontera, pero tengo un método para reconocerlos: si parece un chiste, es un chiste, si parece un aforismo, es un aforismo. Si uno no sabe bien lo que es, es una minificción —dice Shua y se ríe—.

 

 

Los descubrimientos

 

Cuando Ana María Shua habla de su relación con la literatura, muchas veces hace referencia a «descubrimientos»: cuando terminó primer grado (aún tenía 5 años porque entró adelantada a la escuela) leyó Azabache. «Fue un shock, fue el descubrimiento de la literatura, fue algo extraordinario, no podía parar de leer», dice. «Cuando lo terminé fue terrible, pero descubrí que podía leerlo otra vez y otra vez y otra vez. Lo leí muchísimas veces».

Una de sus tías estudiaba declamación, cuando Shua tenía tres o cuatro años, y le recitaba todos los poemas sonoros de la lengua española. Por lo tanto, ya que la poesía fue lo primero que escuchó, también fue lo primero que empezó a escribir. A los ocho años hizo su primer poema, «y a los diez años tuve un época de gran florecimiento poético, porque la maestra me daba bolilla. Después pasé de grado y fue el descubrimiento de que el artista necesita aplausos: como a la nueva maestra le interesaban más las chicas que tocaban la guitarra, no me daba bolilla con la poesía y se me fue la inspiración», cuenta.

En la misma época, en la escuela enseñaban las reglas de versificación; ella no creía que eso fuera posible. «Miren si cuando un poeta está inspirado se va a poner a contar las sílabas. Uno escribe lo que la inspiración le dicta», les decía Shua, una niña poetisa, a sus amigas de escuela. Sin embargo, al contar las sílabas de sus poemas «descubrí, para mi enormísima sorpresa, que eran casi todos octosílabos, en cuartetas, en rima A B A B. Había algunos endecasílabos y también endecasílabos ripiosos que se me iban a doce».

Poco más tarde, a los catorce años, una profesora le recomendó escribir poesías como tarea. De ahí salió su primer libro, El sol y yo, que pudo publicar cuando tenía dieciséis años por medio de un premio del Fondo Nacional de las Artes. La editorial que lo publicó no se hizo cargo de la distribución; dejó mil libros en las manos adolescentes de Ana María Shua, que salió a recorrer librerías para ofrecer su primer trabajo, incluso tratando de dejarlos en consignación. «Ahí descubrí que la poesía no se vende. Fue un descubrimiento amargo saber que nadie quería mi librito», cuenta desde su departamento en la calle Laprida, al recordar sus primeras relaciones con la literatura.

 

¿No volvió a escribir poesía?

Sí, volví a escribir poesía. De vez en cuando despunto el vicio, pero no traté de publicar, es muy difícil y no tengo ganas de hacer el esfuerzo.

 

 

La microficción como una caja de bombones

 

Ana María Shua suele decir que la microficción es como una caja de bombones: «si uno come muchos seguidos, se empacha».

A mí me pasó una cosa que muestra casi físicamente ese tema —dice Shua—. Cuando estaba con mi segundo libro de minificción había escrito unos 30 textos; no sabía si estaban a la altura del libro anterior, y se los di a leer a cinco personas distintas, buenos lectores. Como los tenía en hojas sueltas, involuntariamente a cada uno se los di mezclados, en otro orden. Todos me dijeron lo mismo: los cuentos son buenos, me dijeron, seguí escribiendo, pero los diez primeros son mejores.

 

 

Cuento y microrelato versus novela

 

¿Nota que el cuento y más aún el microrrelato están subvalorados respecto de la novela?

Hay dos temas: uno es el prestigio; otro, la venta y la popularidad. En cuanto al prestigio, sí, el microrelato está subvalorado respecto del cuento, la novela y la poesía. En América Latina el cuento tiene tanto prestigio como la novela. Nuestros grandes maestros han sido cuentistas. En los Estados Unidos el cuento también es prestigioso, pero en Europa no. Tiene su peso en Italia, España en los últimos años lo está redescubriendo, pero no en los demás países de Europa. En general, no tienen grandes cuentistas porque, al ser un género poco prestigioso, los mejores escritores se vuelcan a la novela. Otro tema es el de la venta y la popularidad: la gente prefiere comprar novelas: eso no se puede discutir, porque está en los números. Recién acabo de contestar un reportaje donde me preguntaban por la popularidad de la minificción en Internet. Esa popularidad es falsa, no es tal. Internet está plagado de pésimos autores de minificción que no se animan con el cuento o la novela, pero lo ponen en su blog y fingen que eso es literatura. Pero eso no es literatura, en el 99,99% de los casos. Lo mismo pasa con la poesía. Internet está plagada de espantosa poesía y abominable minificción.

 

 

Que además, al creer que es buena, es presuntuosa.

Claro. Esa misma gente, cuando va a la librería, no compra poesía ni minificción. Compra una novela de 500 páginas para arriba, porque hay gente que no lee, que lee poco, que no son buenos lectores. El grueso de los lectores quiere novelas muy gordas.

 

 

¿A qué se debe que malos lectores lean novelas tan gordas?

Porque es más fácil entrar en un mundo como la novela, en el que después de unas páginas uno ya conoce el ambiente, conoce los personajes y puede entrar y salir con poco esfuerzo. En cambio, cada microficción requiere ese esfuerzo de comprensión, de entrar en un mundo que tiene sus propios códigos, y cuando uno termina de aprenderlos se terminó y hay que empezar con otro. Por eso no se recomienda leer de corrido un libro de microficción, porque cansa, aburre, fatiga por el esfuerzo de comprensión. Después de leer 7, 8, 10 textos uno termina por no entender nada.

 

 

¿Conoce Twitter?

Sí, claro. Acabo de ser jurado en un concurso organizado por las Abuelas de Plaza de Mayo. Se presentaron no sé cuántos textos en total, 275 se preseleccionaron para el jurado final, y entre esos elegimos 15.

 

 

¿Esos 15 le parecieron buen material?

Sí, estaban muy bien. Esa fue la sorpresa. Había 275 textos y todos eran muy dignos. Se premiaron 15, pero se podrían haber premiado 50. También fui jurado en un concurso en Uruguay con mensaje de texto. Se presentaron 42 mil textos, y al jurado final nos llegaron 6 mil. Para mí, había 300 que podrían haber sido premiados. Estuve todo un verano tachando.

 

 

Me imagino que se empachó, como con una caja de bombones.

No eran todos bombones —dice Shua, y se ríe con fuerza.

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