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Eso que llaman amor (al arte) es trabajo no pago

Por Leticia Obeid

Eso que llaman amor (al arte) es trabajo no pago

Hay una escena clásica en las películas de acción: la de una bomba que debe ser desactivada a contratiempo. Usualmente el o la protagonista de esta escena es alguien que cuenta con cierto conocimiento del mecanismo, pero lo que define el resultado es la velocidad en la toma de decisiones, el coraje y también un poco de suerte.

 

En estos días estamos viviendo una paradoja muy particular, muy propia de los momentos significativos de la historia, en los que todos estamos juntos en una especie de ola que nos lleva, nos trae, nos sacude a la vez. Como nunca antes, el problema es global y simultáneo, más allá de las mil diferencias y singularidades de lo local. En este estado de emergencia compartida, la paradoja es que el tiempo apremia, como en la escena de la bomba, y también parece detenido. Los días se parecen, las rutinas previas se han diluido, nuestras vidas ya no están compartimentadas en espacios diferentes: muchos –no todos, claro, los que podemos- hacemos todo en un mismo lugar.  El tiempo se ha espesado alrededor de esa bomba que nos enloquece con su sonido de reloj, que nunca para.

Pero ¿qué pasaría si, para seguir usando ejemplos cinematográficos, detuviéramos el tiempo de verdad y nos animáramos a cortar los cables, a probar diferentes opciones, antes de que la bomba estalle? ¿Qué pasaría si, con esos minutos o segundos extra, pudiéramos encontrar la solución y evitar el estallido? No el estallido revolucionario, vale aclarar, sino ese que nos podría aniquilar.

Quise usar esta imagen de la urgencia para poder pensar algunos problemas del arte, ese campo de producción que no es considerado urgente y sin embargo nunca para, como esas máquinas diseñadas para no parar nunca, a riesgo de que jamás vuelvan a arrancar si lo hacen. La política no suele tener al arte entre sus prioridades, la economía no lo menciona casi nunca, las ciencias sociales no lo tienen entre sus objetos de estudio, mucho menos las ciencias duras que, en momentos de pandemia son la estrella del pensamiento humano (ay, cuántos padres querrían cambiar a sus hijos artistas por un m´hijo el dotor en estos días!).  Y acá viene lo maravilloso, lo sorprendente de todo esto: resulta que en plena urgencia planetaria, en medio de un denso estupor colectivo, como si no hubiera mañana estiramos el brazo con desesperación buscando un poco de arte para consumir. Como si fuera oxígeno.

Me invitaron a escribir para dialogar con el texto de Aldredo Aracil, publicado acá. Dije que sí y después me pregunté si no era abonar un poco la situación de la que siempre nos quejamos: hacer y hacer gratis. Pero este texto es pago y en este momento eso parece casi un milagro. Además de ser pago, más allá de algunas reglas de estilo, es absolutamente libre, por supuesto. (Y este detalle no es menor a la luz del debate reciente en torno a un grupo de Facebook que se armó como una iniciativa para compartir textos en PDF. Como algunos lectores quizás sepan, este grupo que a la sazón tiene unos 17.000 integrantes, llegó a compartir libros de escritores vivos editados recientemente y, frente al pedido de una escritora de que bajaran su libro, se desencadenó un debate sobre los derechos de autor, la naturaleza de las tareas intelectuales y creativas, el reparto y acceso a bienes culturales, el sesgo de género en estos ataques y otras cuestiones cruciales tanto para el campo literario como para el de las artes visuales, que es el que nos interesa en este debate.)

Muchas de las cosas que nos preocupan son previas a la pandemia, a saber: la sobrecarga de trabajo en todos los ámbitos, también el artístico, ocasionada muchas veces por la mala remuneración pero también por leyes de mercado bastante inhumanas, abonadas a su vez por una serie de prácticas institucionales incorrectas, improvisadas, cuando no irresponsables. Viene sucediendo algo que se agudizó de manera notable durante la cuarentena, pero que no es nuevo: en contextos de crisis, las instituciones –privadas y públicas- no dejan de producir eventos, contenidos, muestras y tal, sino que lo hacen a cuenta de sobreexplotar a cada eslabón de la producción. Así es común ver a directoros de instituciones con episodios de stress dignos de un director o directora de hospital, curadores haciendo varias muestras a la vez, galeristas agotados de llenar formularios y penar para cubrir el alquiler de sus locales, sin dinero suficiente para producir muestras, artistas y otros agentes del arte atosigados de tareas docentes, escritura de textos para muestras, artículos críticos o periodísticos, y changas de todo tipo. A las tareas tradicionales se ha sumado también todo un abanico de actividades ligadas a la promoción y la publicidad del trabajo mismo: todos sabíamos ser nuestros propios secretarios, ahora somos también nuestros community managers. Facebook, Instagram, Twitter, Youtube, Vimeo, Zoom, han sido los protagonistas de la cuarentena. De repente nuestros remilgos con respecto a formar parte del espectáculo como industria se hacen humo: ahora somos, y sin haber firmado ningún contrato, parte de la industria del entretenimiento puro y duro.

Hacía apenas dos o tres días que la fase dura de la cuarentena había empezado, mientras los planes para el primer semestres iban cayendo todos, uno por uno y estrepitosamente, y ya los artistas, a pesar del estupor general, estábamos prestando videos para muestras online; organizando o participando de vivos en Instagram; haciendo videos o fotos de nuestros espacios de trabajo improvisados en casa, listas de recomendaciones de muestras, libros, películas, series; escribiendo cartas en público con otros colegas; actualizando el sitio web; etc. En general las invitaciones a generar contenidos no son remuneradas pues se supone que el artista se beneficia de la difusión de su trabajo.

Lo curioso es que se suelen elegir las obras más famosas, los libros más leídos, las películas más vistas. Es decir, generalmente se le invita a artista a divulgar no las partes menos conocidas de su producción sino las más, justamente, difundidas. Lo cual muestra que la coartada de la difusión es falsa. Se supone que, en el caso de los artistas visuales, el objeto único que producimos y vendemos, quizás alguna vez y con todo el viento a favor, compensa este trabajo que entraría en la órbita de la publicidad. Es decir que, por esa difusa promesa de mercado, solemos hacer un canje simbólico que nos tiene siempre corriendo en la rueda del hámster. Es como si el propio objeto que creamos nos maniatara a la hora de concebirnos como trabajadores. Cualquiera con un poco de ganas de pensar en el asunto verá que la hora de trabajo de un artista tiene un precio tan variable que va del negativo –el momento en que alguien se endeuda para producir algo; el momento en que compramos materiales, o equipos, o involucramos a otros sustrayéndonos por tanto de un tiempo remunerado- a cifras comparables a lo que cobra un profesional de la salud, un abogado que ha seguido un caso por un buen tiempo o, en el caso de los artistas más famosos y establecidos, una suma que ningún asalariado podría jamás cobrar en toda una vida de trabajo. Esta variación dificulta por supuesto que los artistas se agremien o se sientan parte de una comunidad homogénea.

Pero justamente una de las cosas que quizás más nos confunde es pensar que el mercado se limita al comercio de objetos, cuando lo que hay son fuerzas de trabajo en muchas direcciones y con muchas diferentes especificidades, como lo muestra el gráfico realizado por las artistas y gestoras Soledad Sanchez Goldar y Soledad Dahbar (abajo).

 

 

Este gráfico -que algunos pueden cuestionar por el hecho de que el artista está en el centro- tiene la enorme virtud de que condensa un trabajo de visualización y de descripción de por lo menos la enorme variedad de tareas en torno a la creación artística. Iluminar la gran cantidad de acciones que se llevan a cabo nos sirve para varias cosas: primero para saberlas y recordarlas, en el caso de que nos olvidemos. Después para darle dignidad de trabajo a todo lo que hacemos, incluso si lo disfrutamos. Sirve como base para empezar a pensar las situaciones como susceptibles de organización colectiva y política. Y también ayuda a ver todos los cables que hacen andar a la máquina y probar si, aunque sea durante un ratito, podemos desactivarla.