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12 noviembre, 2018

Los últimos calceteiros

Los últimos calceteiros
Por Rafael Gimenez

 

El maestro calceteiro camina por el Parque de las Naciones, entre las modernas instalaciones construidas para la Expo ’98 en Lisboa. Va de mal humor. El empedrado es de mala calidad y le cansa las piernas. No debería ser así. Está hecho a las corridas, con piedras que no encajan armoniosamente. Entonces, se salen. A lo lejos, distingue el inconfundible sonido del martillo. Por el tono del golpeteo, sabe con toda seguridad que el trabajo no es bueno. No son profesionales. «No los culpo, tienen que comer. Pero eso no es calçada portuguesa», dice Jorge Duarte antes de cruzar la avenida y perderse de vista en las calles de Olivais. Es una especie en extinción.

Duarte forma parte de un puñado de artesanos que han alcanzado el grado de maestros en el arte de la calçada (vereda) portuguesa. Contando a los aprendices, la brigada entera no supera hoy las doce personas. Este reducido grupo, que se congrega en la Escuela de Calceteiros de la Cámara Municipal de Lisboa, constituye el último núcleo de preservación y transmisión de un conocimiento, de una técnica y de una profesión en riesgo de desaparición.

Se trata, por un lado, de una técnica de revestimiento de suelos (generalmente en espacios públicos) por medio del uso de piedras irregulares de distintos colores o tonos (los más usuales son blanco y negro) que, cortadas y colocadas una a una de manera manual, conforman diseños y formas. Pero también constituye una expresión urbanística y artística que forma ya parte de la herencia cultural de Portugal. De hecho, todos los países y territorios de habla portuguesa (e incluso algunos por fuera de la comunidad lusófona) cuentan con algún tramo de calçada portuguesa.

El ejemplo más famoso es, sin duda, el empedrado de Copacabana, en Rio de Janeiro. Pero hay calçadas portuguesas por todo el mundo, desde Macao y la India hasta Angola y Mozambique. El homenaje a John Lennon en el Central Park de Nueva York, por ejemplo, está hecho con calçada portuguesa.

Pese a ser, entonces, un elemento distintivo de la identidad lusitana, no existe, por increíble que parezca, legislación que proteja a la calçada portuguesa frente al avance del cemento. Desde la Escuela de Calceteiros han impulsado la tramitación para que la Unesco la declare Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Pero este proceso demora años y los problemas que enfrenta este arte son urgentes: la tendencia a la suplantación del empedrado por veredas modernas, la contratación de empresas privadas sin especialización para la construcción de nuevos tramos de empedrado, el escaso reconocimiento social e institucional que tiene la profesión de calceteiro y las duras condiciones laborales y salariales en las que se ven inmersos estos artesanos, desestimulando así el interés de los jóvenes por asumir esta profesión.


La Escuela de Calceteiros

Teresa Gouveia y Nuno Serra caminan por los jardines de la Quinta Conde dos Arcos. Van al invernadero. Estuvo lloviendo en los últimos días, así que los trabajos en proceso de los aprendices de calceteiros están bajo techo.

Con mucho detalle y cuidado, me van explicando las cualidades de las distintas piedras y qué instrumentos son adecuadas para trabajarlas. Me muestran los diferentes padrones y cómo deben colocárselas para que no se salgan y, sin embargo, permitan que el agua se filtre y la vereda respire.

Caminamos por las calçadas portuguesas entre los jardines como quien anda por un tapiz tejido con pequeñas piedras blancas y negras. Estas veredas sirven de ensayo para los aprendices. Aquí construyen diseños que luego retiran para volver a empezar. Las piedritas negras, sobre fondo blanco, dibujan flores, barcos y formas geométricas. Algún alumno ha formado el logo de AC/DC. Teresa y Nuno sonríen. Están orgullosos, se ve. Es evidente que sienten un enorme cariño por lo que hacen.

Junto con un puñado de profesionales, Teresa y Nuno llevan adelante la Escuela de Calceteiros, que comparte espacio con la Escuela de Jardinería de la ciudad. Las instalaciones están dentro de un parque público al norte de Lisboa, antigua propiedad de un noble local.

Teresa me explica las bondades de la calçada portuguesa. Me cuenta cómo funciona la respiración de las veredas y cómo las piedras permiten que la lluvia se filtre. Me enseña, además, cómo es práctico este empedrado a la hora de tener que levantar la vereda para realizar arreglos subterráneos, canalizaciones y cableados.

A la larga resulta ser un trabajo sustentable. Pero el resultado final es caro. No sólo por la materia prima, sino por lo que demora la obra. Una calçada portuguesa bien hecha no lleva cemento, sino que las piedras se asientan sobre una base de arenilla que luego es humedecida. Los calceteiros seleccionan las piedras, las pesan, las giran en las manos. Las van cortando con martillazos certeros hasta darles la forma adecuada. Y las colocan una a una.

Es una labor que requiere mucho sacrificio físico. La posición es en cuclillas, o sentado sobre un pequeño banquito de madera. Al final del día, duelen los brazos, las piernas, la espalda, el cuello, todo. Además, está el sol y el polvillo de las piedras. Y todo por un salario mínimo. No cualquiera aguanta.

Los verdaderos calceteiros no trabajan bajo presión. No es así como funciona. Cada piedra tiene que ser seleccionada, medida, cortada y colocada de manera individual, independientemente del tiempo que lleve. Esto es la pesadilla de Henry Ford (y de ciertos tecócratas portugueses que ven en la calçada portuguesa un gasto sin sentido ni valor).

Los calceteiros profesionales se dedican hoy a la reparación de calçadas históricas y realizan también muchos encargos para el exterior. Pero ya casi no son llamados para realizar nuevos trabajos en Portugal.

La municipalidad de Lisboa, así como la de Oporto y de otras ciudades lusitanas, llena de elogios a la calçada portuguesa. Pero en la práctica, comenzó hace años el desmantelamiento de los empedrados.

En la capital, se han perdido las calçadas de varias plazas y paseos. Y cuando el municipio encarga la construcción de nuevas veredas, siempre en empedrado, recurre a licitaciones con empresas privadas que, a su vez, subcontratan mano de obra no especializada a la que se le paga por metro cuadrado realizado.

El resultado es obvio: los nuevos empedrados de Lisboa (que no han sido realizados por calceteiros) son de mala calidad y las piedras no se sostienen juntas y en el suelo por mucho tiempo. Este efecto no hace más que aumentar los argumentos de los claman por la sustitución total de las calçadas portuguesas, considerándolas inseguras y caras.

Grupos de alumnos de las escuelas de la ciudad visitan periódicamente la Escuela de Calceteiros, donde aprenden sobre la tradición del empedrado portugués. Pero lo cierto es que los jóvenes no se interesan por la profesión. La mayoría de los portugueses ve con orgullo esta expresión tan pintoresca del urbanismo lusitano, pero las precarias condiciones laborales del calceteiro y el escaso reconocimiento social e institucional de su labor en tanto arte y producto cultural, desalientan a la juventud.

La docena de calceteiros de Lisboa, los últimos de su gremio, proviene en gran medida del Instituto de Empleo y Formación Profesional de ciudad. Son adultos desempleados que han encontrado aquí un oficio. Algunos, incluso, han encontrado algo más.

Tal es el caso de Jorge Duarte, el protagonista del primer párrafo de este texto. Él es un maestro calceteiro, lo que lo habilita a crear diseños nuevos para las veredas. Es un hombre carismático, acostumbrado a dar charlas a los visitantes que (como yo) se acercan a la Quinta Conde dos Arcos para conocer este arte.

Teresa y Nuno me presentan a Jorge. Cuando llegamos, el maestro trabajaba en un diseño de estrella. Me explica la técnica y me hace cortar varias piedras hasta que consigo hacerlo de manera mínimamente aceptable. Le pregunto por la profesión y parece pensar por un momento, mientras gira las piedras en sus manos, buscando el ángulo, calculando la intensidad del golpe, midiendo el corte justo.

Me cuenta la anécdota del Parque de las Naciones y de cómo reconoce si un calceteiro está haciendo bien su trabajo, con tan solo escuchar el sonido del martillo en la piedra. Le pregunto por los jóvenes, por el futuro de la profesión, y me repite lo que ya me habían dicho Nuno y Teresa: hay un gran interés de la sociedad civil por la calçada portuguesa, pero nadie quiere ser calceteiro, a causa de los salarios poco atractivos, por la falta de reconocimiento de la profesión en tanto arte y por el grado de desgaste físico que implica esta labor.

Una vez, recuerda el maestro, Jorge fue al médico porque le dolía todo, desde el cuero cabelludo hasta el dedo gordo del pie. Resulta que tenía un dedo de la mano derecha partido. Esta breve historia ilustra un poco lo penosa que resulta esta labor. No suena extraño que en las primeras calçadas portuguesas hayan sido empleados, como veremos más adelante, los presos del castillo.

«Estamos intentando cambiar las cosas», dice Nuno. Las actividades de divulgación, los trabajos periódicos para el exterior, los materiales periodísticos y documentales que (como éste) ayudan a difundir este oficio dentro y fuera de Portugal, así como la tramitación en la Unesco para el reconocimiento de este arte como Patrimonio de la Humanidad, son las armas con las que desde la Escuela de Calceteiros se pretende movilizar a la sociedad.

Jorge me muestra una flor de piedra en la vereda. Los cuatro pétalos son corazones. Es su firma. Los calceteiros suelen firmar sus obras, no con palabras ni letras, sino con una piedra cortada de una manera particular y encajada en algún lugar del empedrado.

Hace poco, el artista plástico Vhils realizó junto a Jorge y otros calceteiros, un homenaje a la fadista Amália Rodrigues en el barrio lisboeta de Alfama. Es un retrato de la cantora realizado en calçada portuguesa. Una de esas incontables piedritas ha de tener una forma de corazón. Es la firma del maestro.

 


Breve historia de las calles de Lisboa

El empedrado característico de Lisboa y de tantas otras ciudades lusitanas alrededor del mundo nació a mediados del siglo XIX, pero existen curiosos antecedentes que nos remontan a la Era de los Descubrimientos, allá por finales del siglo XV y comienzos del XVI.

Portugal atravesaba su mejor momento. Los navíos portugueses habían conseguido la hazaña de bordear África y llegar a las ansiadas tierras de las especias, a la India, las Molucas, China e, incluso, el Japón. Contaban, además, con los archipiélagos de Madeira y Azores y poseían, como frutilla del postre, el Brasil.

Lisboa había dejado de ser una modesta ciudad medieval para convertirse en la capital del primer imperio global; y el monarca bajo cuyo reinado se ejecutaría la transformación urbanística que habría de darle a la metrópoli el aspecto que correspondía a su nuevo estatus fue Don Manuel I.

La desembocadura del río Tajo, que viene desde el corazón de la Península Ibérica para morir en Lisboa, desbordaba de navíos cargados de mercaderías de todos los rincones del mundo. La exhibición de exotismos en el Terreiro do Paço, la plaza principal de la ciudad, era diaria y la ostentación de mercaderes y cortesanos era la envidia de Europa.

Los cortejos del rey, cuando le apetecía mostrarse por la ciudad, eran compuestos de la siguiente manera: al frente marchaba un rinoceronte africano, por detrás cinco elefantes ataviados con todo lujo, seguidos por el rey y la corte y, finalmente, los músicos.

Ahora bien, tanta pompa no se condecía con el estado miserable de las calles. Barro, pozos gigantes, basura y verdaderas lagunas entorpecían la visión de magnificencia que Don Manuel quería para la nueva capital del mundo.

Tomó, entonces, una decisión arriesgada. Ordenó al Senado de Lisboa la contratación de obreros para la construcción y manutención de empedrados y creó, para ello, un impuesto sobre las carrozas que transitaban (y destruían a su paso) las calles de la ciudad. Pero, redoblando la apuesta, el rey extendió el impuesto a propietarios y comerciantes, incluyendo a la nobleza y al clero.

Las protestas no se hicieron esperar. Los burgueses, los nobles y la Iglesia alzaron la voz contra el nuevo gravamen, pero el monarca se mantuvo firme, y las calles continuaron llenándose de piedritas.

Este empedrado es conocido hoy como «calçada à portuguesa», es decirr: vereda a la portuguesa. Se trataba, a diferencia de lo que siglos después vendría a ser la calçada portuguesa propiamente dicha, de piedras irregulares colocadas de manera aleatoria y sin un padrón o diseño.

Todo cambiaría a partir del 1º de noviembre de 1755. Esa mañana, mientras las iglesias de la capital celebraban las misas por el Día de Todos los Santos, un terremoto de proporciones bíblicas barrió Lisboa del mapa. Al movimiento sísmico le siguió un tsunami y, como postre, un gran incendio consumió lo que quedaba. El movimiento se sintió en el norte de África y causó muertes y destrozos en España. Las olas llegaron a Inglaterra y alcanzaron, incluso, el mar Caribe.

Estos eventos desataron un gran debate teológico en Europa sobre la naturaleza de la bondad de Dios, motivaron la solidaridad y la ayuda internacional desde diversos países y dio comienzo a lo que hoy entendemos como sismología. Pero, en lo que respecta al urbanismo, fue la oportunidad para implementar las ideas iluministas en la reconstrucción de la ciudad.

El centro de Lisboa, la parte baixa, fue reconstruido de manera racional, con calles rectas organizadas por rubros y todos los edificios fueron construidos, por primera vez, con estructuras antisísmicas. El empedrado, por otra parte, se extendió por todas las calles.

Ahora bien, ¿qué diferencia a una calle empedrada de una calçada portuguesa? Para responder a esta pregunta, hemos de avanzar en el tiempo hasta 1840 y ubicarnos en el Castillo de San Jorge, que domina la baixa lisboeta desde una colina junto al río.

Por aquellos años, el Gobernador de Armas del Castillo de San Jorge, donde entonces funcionaba una prisión, mandó usar a los reclusos para la construcción de un empedrado en la entrada de la fortaleza. La Historia no ha registrado el nombre del diseñador y hoy esa calçada no existe. Se sabe, no obstante, que fue realizada con piedras blancas y negras y que tenía un diseño de líneas zigzagueantes.

La novedad causó sensación y la gente subía la colina del castillo en procesión para ver el empedrado. A partir de entonces, el gobierno ordenó la colocación de ese tipo de veredas con diseños en blanco y negro por toda la ciudad.

Una de las primeras fue la céntrica Plaza del Rossio, cuyo diseño vanguardista sorprendió a portugueses y a extranjeros. Se trata del diseño «Mar Longo» de líneas ondulantes intercaladas en blanco y negro. Es el dibujo que se ve hoy en Copacabana, pero nació allí, en el Rossio, el 31 de diciembre de 1849.

A partir de este momento y hasta 1890, las principales plazas, avenidas y paseos de Lisboa son revestidos con distintos motivos de calçadas portuguesas: en la Plaza de los Restauradores, en el Largo de Camões, en el Cais do Sodré. Algunas contienen diseños geométricos, otros muestran padrones ondulantes o flores y muchos aluden a la Era de los Descubrimientos, desplegando carabelas, elementos náuticos y seres marinos.

Encontramos, en todos estos diseños, la conjunción de la sabiduría popular con el arte erudito, conectando esferas diversas como el cubismo, el art déco y el arte cinético.

Al amanecer del siglo XX, la calçada portuguesa se extiende por el mundo: París (1900), Manaos (1905), Rio de Janeiro (1906), Ciudad del Cabo (1909), Nápoles (1913), Sevilla (1929), entre otras.

Hacia las décadas del ’50 y ’60, varios artistas de renombre son invitados a diseñar padrones para las nuevas calçadas portuguesas y es por estos años que la práctica se extiende, desde Lisboa, por todo el país.


Otra forma de caminar

En 1986, la Cámara Municipal de Lisboa crea la primera Escuela Calceteiros, con el objetivo de preservar, mantener y promover la calçada portuguesa. Desde entonces, ha existido una batalla silenciosa entre la preservación y el progreso, entre la tradición y lo moderno. Vivimos, es cierto, en tiempos en los que el dinero pesa más que la cultura, pero tanto Jorge, como Teresa y Nuno, saben que el camino se hace con decisión, pero sin prisa. Piedrita por piedrita.

Me despido de la Escuela de Calceteiros y vuelvo al centro de Lisboa. Camino por la Avenida da Liberdade mirando muy atentamente los diseños de la vereda. Voy pensando en algo que me dijo Teresa, una idea que ella tiene hace mucho. “Algún día voy a escribirla”, me dijo y espero que lo haga.

Me dijo que el empedrado portugués tiene un efecto psicológico sobre el peatón. Frente al tedio y la monotonía de las veredas, los diseños y padrones lusitanos acompañan al caminante y hasta incluso marcan el ritmo de la respiración. Dividen el tramo en etapas y hasta hay cierta ludicidad en los contrastes blancos y negros. Los niños, por ejemplo, se entregan sin resistencia a este juego que propone la calçada.

He hecho el experimento y admito que hay algo ahí. Incluso, cuando vamos absortos en nuestros pensamientos, en algún lugar del inconsciente la mente registra la trama que se despliega bajo nuestros zapatos.

Existe un estímulo oculto en el empedrado, un acompañamiento. La idea de Teresa, que robo y reproduzco aquí con total impunidad, es que nunca está uno completamente solo cuando va por una calçada portuguesa.