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2 octubre, 2014

Monumento a la basura

Monumento a la basura

Por Hernán Ruiz

Tal vez el trabajo de Luis Terán no comience con la recolección de materiales de desecho, con el afán por el trabajo manual, ni con el amor hacia las herramientas de trabajo, sino, simplemente, con la idealización de las formas que habitan en lo cotidiano y que para cualquiera pasarían desapercibidas. Terán trabaja la escultura al límite del desplazamiento: sus piezas, que en algún aspecto se tocan con el ready made, establecen además una suerte de tensión no solo con el tratamiento de los materiales, sino con el modo en que se relacionan con el tiempo y el espacio. La acción del tiempo se presenta atravesada por un procedimiento de reciclado de ciertos materiales que tuvieron vida propia y pasaron luego a formar parte de la extraña dimensión de la basura, para ahora resurgir en forma de esculturas. Lo imperdurable y lo perecedero se encuentran alterados, modificados completamente por el gesto estético y la mano de Luis Terán. Por otro lado, en el modo de apropiarse del espacio, algunas de las piezas de Terán plantean una nueva tensión entre la escultura moderna y el arte contemporáneo. En su lugar de trabajo, un agradable taller en el barrio de Villa Crespo que comparte con otros cinco artistas, donde se erigen columnas de botellas descartables que funcionan como extraños tótems de un posmodernismo irrisorio, Luis Terán nos recibió con la humilde amabilidad que lo caracteriza.

 

En tu obra se encuentran reminiscencias de la obra de Brancusi, ¿lo reconoces como una de tus influencias?

Sí, total. De hecho, los tótems de Brancusi y de Bourgeois fueron los que dispararon la muestra Últimos recursos, realizada en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA) en el 2013. El cruce que yo hacía era el acercamiento al cuerpo humano desde los envases descartables, como el envase ergonómico ‒de alguna manera cómodo para el cuerpo‒, y cómo dos lugares, dos puntos inconexos se encontraban. Digamos, cómo la escultura moderna se pellizca con la misma búsqueda que esos envases de plástico.

Sin embargo, existe una tensión en relación con lo ergonómico aplicado al diseño, por su carácter utilitario, a diferencia de su aplicación a la escultura, que podría definirse como lo anti-utilitario.

Sí, claro. Trabajo siempre con basura, con material de descarte. Por eso para mí las piezas tienen algo: una vez que las hago empiezan a tener cosas que yo no contemplo. Arrojan ideas que yo no había pensado hasta el momento de haberlas hecho. De repente son, esos tótems, como los monolitos que yo le hago a mi afán por la basura, a mi foco por la basura. Terminan siendo como esas piedras en la ruta, esos mojones que son como un monumento a la basura.

Teniendo en cuenta esto que me decís sobre los materiales de desecho, ¿podría decirse que tu metodología de trabajo comienza con la recolección de esos materiales?

Trabajo siempre con lo que tengo a mano, con lo que veo, con lo que encuentro. Rara vez salgo a buscar un material. A menos que sea un material muy accesible: alambre, por ejemplo; no convivo con alambre, pero sí se me ocurren cosas con él. Se me ocurren cosas con materiales muy básicos siempre. La idea es hacer que eso rinda para lo que está hecho rendir, y mucho más.

¿Qué impronta crees que le da a tu trabajo el hecho de trabajar con este tipo de materiales?

Me parece que hay una búsqueda de afinidad entre las obras y el espectador. En el sentido de que es raro que el espectador no sepa qué es eso, o cómo está hecho, o de qué material proviene. Generalmente, siento como una especie de victoria personal cada vez que el espectador piensa que es una cosa y es otra. O cada vez que parece que lo que estoy mostrando es la mínima expresión de un elemento. Por ejemplo, recién que me veías con los alambres [al llegar al taller, interrumpí a Terán trabajando con alambres, trenzándolos con una máquina agujereadora]: vos lo ves y pensás que el alambre ya viene así; sin embargo, no, yo enrollé los quinientos metros de alambre y para mí la obra empieza con eso. Y si no es un dato que vos sabés de mi obra, o que no te lo digo yo, quizá pasa desapercibido. Como con los tótems y ese encofrado, o con los tejidos de plástico que parecen tejidos a máquina pero están hechos a mano, y que el material, en realidad, es un plástico de embalar encomiendas muy berreta. Trato de que todo ese trabajo manual termine favoreciendo a la obra. En realidad, el trabajo manual es lo único que le da dignidad a la pieza. Entonces el tejido ese pasa a ser un tejido y no importa si es de plástico o de cuero, es un tejido y punto. Tiene todo ese trabajo puesto encima que es muy evidente, y además tiene ese plus de saber que alguien estuvo atrás tejiéndolo. No es una cosa artificial de una máquina o de una arpillera de una bolsa de papa que recorté ‒que igual es muy probable que lo haga, tal vez, para otra obra en el futuro‒ (risas).

¿Podría decirse que tus obras poseen características que las asimilan a ciertos gestos «instalativos» por la manera en que se vinculan con el espacio?

Yo siempre hablo mucho del hacer y del cómo está hecho, que por ahí es un abordaje para hablar del arte en general, el «cómo está hecho» que resulta demasiado banal. A mí me gusta que se vea que hubo alguien, o muchos, detrás de eso, haciendo eso, no haciendo otra cosa que derivó en eso. Y en ese caso en particular [Giro triangular, una de las piezas exhibidas en la muestra del MAMBA] la idea era decir «¿cómo llegó esto hasta acá? ¿Cómo llegó hasta acá una cosa que tiene tanto movimiento?». Y entonces no queda otra que pensar «esto se hizo acá».

Hubo también una intervención que hiciste en el patio, ¿no es así?

En el patio lo que surgió fue una de esas obras laterales, producto de otro trabajo y de esta experiencia de taller, y que a todos los artistas les pasa: se vuelca de un codazo la tinta sobre una tela y aparece algo nuevo. Y esto fue algo así, estábamos cortando maderas para unas estructuras en yeso que estaban sobre el techo. Corté las dos primeras y vi que era una madera muy húmeda que venía bastante curva; al cortarla, se iba curvando aún más: la madera sola quedó parada. Entonces dije: «Vamos a cortar muchas». Esto entra en la lógica de las piezas que yo a veces hago, que son piezas de una sola intervención, o a lo sumo de dos intervenciones. En este caso, en la pieza triangular esta [la misma obra a la que se refirió antes], cada lado tiene dos metros de largo. Las maderas originales tenían cuatro, entonces no hay más que cortar y atar con alambre, nada más. No hay otra operación. Y en la del patio del MAMBA era ideal porque era solo cortar, después se fijaron al suelo por seguridad.

Esta experiencia de trasladar tu taller al museo, ¿fue de iniciativa propia o tuvo que ver con una propuesta curatorial?

Fue algo que yo ya había hecho antes y que me había resultado. Lo hice en el Faena en el año 2011: habían invitado a ocho artistas a hacer una residencia ahí durante dos o tres meses. Estuvo genial eso de llevar el taller a otro lugar y trabajar y mostrar ahí. Después eso mismo hice en Proa, que me invitaron para el contemporáneo. También trabajé con estas maderas e hice como cinco columnas de las que salían unos brazos que se caían por el agujero que da para la librería y remataba todo en un palo y nada más. Y en el San Martín hice un trabajo in situ contra una columna. Ahí también, yo llego con las herramientas y atrás mío llegan los camiones con los materiales crudos, digamos. Se descargan los materiales y se empieza a cortar y a montar todo. En el MAMBA pasó eso, ellos no veían ese lugar como un taller y para mí era un taller ideal. De hecho, creo que es el mejor taller que hay en Buenos Aires, que tiene además una fluidez con esa avenida ahí que es como estar frente al río, continuamente pasa algo; por más que no prestes atención, siempre hay reflejos y ves que algo pasa.

¿Entonces es deliberado el carácter de site specific que tiene tu trabajo, con respecto a la relación con el espacio?

Sí, totalmente. Es raro que haga algo que no tenga relación con la arquitectura del lugar. Por ejemplo, en la muestra que hice el año pasado en Galería Sendrós había un móvil que estaba colgado de una viga. No sé si hubiera armado una estructura para sostener eso. En el San Martín también, hay una columna de ocho metros de alto y lo que hice fue que la pieza se agarrara a la columna. Se puede volver a armar esa pieza en tanto y en cuanto haya una columna de esa altura, de ese diámetro. Y la idea también es que la pieza esté hecha para funcionar en ese espacio y no en otro. Como la pieza del MAMBA: seguramente se vería súper bien con mucha distancia y con los reflejos de luz indicados, y ciertamente la próxima vez que la arme la haré más despejada. Pero a mí me interesaba mucho eso. Es un poco ese gesto que tenemos mucho los escultores y que es que el espacio que está ocupando la escultura no lo podés ocupar vos. El encuentro con esa pieza es tan físico… Es muy distinto a lo que pasa frente a una pintura o a un dibujo donde la idea del espacio es algo mucho más mental y, por ende, la relación con la obra es mucho más mental que física. Hay una cosa como que la pieza en realidad es muy linda, yo sé que es muy bella y el giro es muy bello y todo; pero es la imposibilidad de ver eso, de poder contemplarlo todo, lo que también está bueno, que haya una limitación espacial.

¿Crees que tu obra se inscribe dentro del panorama del arte contemporáneo?

Sí, es algo que yo contemplo. Me encuentro mucho más cerca de la escultura como disciplina que del arte contemporáneo como disciplina. Como que hay una disciplina contemporánea también, hay una manera de ser contemporáneo. Y sé que eso es algo que no soy, o que no me sale. Pero sí quiero que la escultura ocupe un espacio. En relación a esto que me preguntabas antes sobre si estas piezas eran instalaciones: yo quiero que esas piezas sean esculturas. Ya sé que tienen un carácter o un procedimiento muy «instalativo» o «performático», por esto de la acción concreta sobre la pieza y sobre el espacio, pero prefiero que se hable más de escultura que de un gesto contemporáneo. De hecho, hubo un giro en mi carrera, yo venía con obra definida de alguna manera como muy contemporánea. Era una obra en la que agarraba cualquier objeto y lo perforaba completamente, después lo iluminaba con una luz para que proyectara luces y sombras recomponiendo el objeto, o le colocaba alguna luz interna entonces se desvanecía el objeto y se tornaba medio religioso. De algún modo, se juntaba ese espíritu zen de estar horas perforando algo con esta idea más bien religiosa o católica de relicario, o de objeto de santuario, del objeto dorado de luz, iluminado. [Las obras lumínicas corresponden a la producción más temprana de la obra de Luis Terán, que va desde el 2002 hasta aproximadamente el 2009].

Ya en el 2010 vuelvo a la escultura, que era lo que yo había estudiado y lo que yo quería hacer. Quería hablar de materiales, que es, en definitiva, lo que hacía cuando perforaba. Eran obras muy procesuales: ¿cuál era el mejor método para perforar los materiales? Entonces, me pasaba horas agujereando yeso, estudiando qué mecha era la mejor, qué máquina y a qué velocidad. Después empecé a darme cuenta de que lo que me gustaba de los objetos perforados era la transparencia, poder ver de un lado para el otro, estas formas como muy arquetípicas también. Era eso lo que me gustaba que pasara con las piezas que yo elaboraba. Ahora no encuentro mucha diferencia entre perforar y llenar ese cuero con clavos. Permanece ese movimiento, esa repetición, creo que eso siempre lo tengo y es algo visible en todas la obras.

¿Cuáles son tus proyectos actuales?

Ahora voy a hacer esta pieza ‒pero en un tamaño más gigante‒ el 15 de noviembre en el Centro Cultural Recoleta, en el marco de una gira de algunas piezas de la Bienal de Venecia con un invitado local, que en este caso soy yo. Voy a montar esta obra que lleva más de 1.200 metros de madera, que implican un trabajo en equipo que me gusta mucho. Estas piezas son como una especie de desafío constructivo.