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El universo simbólico-significante es esencial para la humanización y determina la aparición del inconsciente estructurado como un lenguaje, de ahí lo complejo de lo humano.

 

Por Alejandra Santoro

 

Somos lengua, somos un cuerpo donde la fuerza portadora de la palabra permanece como huella, en el recuerdo. Es ese mismo verbo que al momento en que se instala haciéndonos acceder al orden significante y simbólico, también nos hace explotar de deseo. Nos volvemos seres culturizados, inscriptos literalmente en la cultura y gracias al registro de lo simbólico, transformamos toda clase de información en signos-significantes por medio del proceso dialéctico de la metáfora y la metonimia. Pero esto, que se funda a partir del lenguaje, del Gran Otro o de la función paterna, que mira, reta, alienta y nos “corrige” y que se denomina, metafórica y no casualmente, el Nombre del Padre, también nos escinde. Una vez que entramos en el entramado de palabras y signos, que empezamos a diferenciar lo que está “bien” de lo que no, quedamos divididos y marcados por la ineliminable carencia de un objeto perdido.

Originalmente escindido como “efecto del lenguaje”, el sujeto aparece separado de quien, en un primer momento, se sentía parte absoluta y constitutiva: su madre. El lenguaje nos vuelve apéndices amputados corriendo tras un objeto de deseo que nunca alcanzaremos, como aquél deseo quijotesco de Dulcinea del Toboso, cuya ausencia siempre hay que llorar. No en vano Freud estudió el antagonismo existente entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas porla cultura. De esta manera nos encontramos con una contradicción entre la cultura y las pulsiones, donde la primera intenta instaurar unidades sociales cada vez mayores a costas de restringir  el despliegue y la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas. Por otro lado las pulsiones van transformando su parte agresiva en sentimiento de culpa. La cultura, así, genera insatisfacción, sufrimiento y deseo.

El Gran Otro mantiene una relación simbólica con el sujeto del inconsciente. En la búsqueda de tener, nos descubrimos barrados. Con el tiempo nos damos cuenta que El Gran Otro también esta atravesado por la falta cuando advertimos que no puede darnos garantías de nada. La única posibilidad que nos queda es dar un salto de libertad en medio de la soledad helada del desierto. Con la esperanza de crearnos nuestro propio mundo pletórico de sueños, donde el único que reina es el imperio del deseo.

[showtime]

Por Alejandra Nazarena Santoro

 

El universo simbólico-significante es esencial para la humanización y determina la aparición del inconsciente estructurado como un lenguaje, de ahí lo complejo de lo humano.

Somos lengua, somos un cuerpo donde la fuerza portadora de la palabra permanece como huella, en el recuerdo. Es ese mismo verbo que al momento en que se instala haciéndonos acceder al orden significante y simbólico, también nos hace explotar de deseo. Nos volvemos seres culturizados, inscriptos literalmente en la cultura y gracias al registro de lo simbólico, transformamos toda clase de información en signos-significantes por medio del proceso dialéctico de la metáfora y la metonimia. Pero esto, que se funda a partir del lenguaje, del Gran Otro o de la función paterna, que mira, reta, alienta y nos “corrige” y que se denomina, metafórica y no casualmente, el Nombre del Padre, también nos escinde. Una vez que entramos en el entramado de palabras y signos, que empezamos a diferenciar lo que está “bien” de lo que no, quedamos divididos y marcados por la ineliminable carencia de un objeto perdido.

Originalmente escindido como “efecto del lenguaje”, el sujeto aparece separado de quien, en un primer momento, se sentía parte absoluta y constitutiva: su madre. El lenguaje nos vuelve apéndices amputados corriendo tras un objeto de deseo que nunca alcanzaremos, como aquél deseo quijotesco de Dulcinea del Toboso, cuya ausencia siempre hay que llorar. No en vano Freud estudió el antagonismo existente entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas porla cultura. De esta manera nos encontramos con una contradicción entre la cultura y las pulsiones, donde la primera intenta instaurar unidades sociales cada vez mayores a costas de restringir  el despliegue y la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas. Por otro lado las pulsiones van transformando su parte agresiva en sentimiento de culpa. La cultura, así, genera insatisfacción, sufrimiento y deseo.

El Gran Otro mantiene una relación simbólica con el sujeto del inconsciente. En la búsqueda de tener, nos descubrimos barrados. Con el tiempo nos damos cuenta que El Gran Otro también esta atravesado por la falta cuando advertimos que no puede darnos garantías de nada. La única posibilidad que nos queda es dar un salto de libertad en medio de la soledad helada del desierto. Con la esperanza de crearnos nuestro propio mundo pletórico de sueños, donde el único que reina es el imperio del deseo.

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Por Alejandra Nazarena Santoro

 

El universo simbólico-significante es esencial para la humanización y determina la aparición del inconsciente estructurado como un lenguaje, de ahí lo complejo de lo humano.

Somos lengua, somos un cuerpo donde la fuerza portadora de la palabra permanece como huella, en el recuerdo. Es ese mismo verbo que al momento en que se instala haciéndonos acceder al orden significante y simbólico, también nos hace explotar de deseo. Nos volvemos seres culturizados, inscriptos literalmente en la cultura y gracias al registro de lo simbólico, transformamos toda clase de información en signos-significantes por medio del proceso dialéctico de la metáfora y la metonimia. Pero esto, que se funda a partir del lenguaje, del Gran Otro o de la función paterna, que mira, reta, alienta y nos “corrige” y que se denomina, metafórica y no casualmente, el Nombre del Padre, también nos escinde. Una vez que entramos en el entramado de palabras y signos, que empezamos a diferenciar lo que está “bien” de lo que no, quedamos divididos y marcados por la ineliminable carencia de un objeto perdido.

Originalmente escindido como “efecto del lenguaje”, el sujeto aparece separado de quien, en un primer momento, se sentía parte absoluta y constitutiva: su madre. El lenguaje nos vuelve apéndices amputados corriendo tras un objeto de deseo que nunca alcanzaremos, como aquél deseo quijotesco de Dulcinea del Toboso, cuya ausencia siempre hay que llorar. No en vano Freud estudió el antagonismo existente entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas porla cultura. De esta manera nos encontramos con una contradicción entre la cultura y las pulsiones, donde la primera intenta instaurar unidades sociales cada vez mayores a costas de restringir  el despliegue y la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas. Por otro lado las pulsiones van transformando su parte agresiva en sentimiento de culpa. La cultura, así, genera insatisfacción, sufrimiento y deseo.

El Gran Otro mantiene una relación simbólica con el sujeto del inconsciente. En la búsqueda de tener, nos descubrimos barrados. Con el tiempo nos damos cuenta que El Gran Otro también esta atravesado por la falta cuando advertimos que no puede darnos garantías de nada. La única posibilidad que nos queda es dar un salto de libertad en medio de la soledad helada del desierto. Con la esperanza de crearnos nuestro propio mundo pletórico de sueños, donde el único que reina es el imperio del deseo.

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