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9 mayo, 2012

ARTE

Entrevistamos a Renata Schussheim, una artista multidisciplinar que pasea por la vida dejando una huella inconfundible y un talento innato que revoluciona las diferentes plataformas artísticas.

Por Marcos Brugiati

Renata Schussheim es una artista multifacética: es pintora, vestuarista, diseñadora, escenógrafa, escultora. Cuando tenía ocho años ya sabía lo que quería. Es porteña, y sabe de lo que hablamos cuando le preguntamos qué se siente vivir el arte de toda la capital. Hoy con 62, además de conservar su imponente cabello rojizo, sigue siendo generosa, sencilla, sensible, amante de los loros y de los perros. Sus esculturas y obras pictóricas son un mundo aparte, son universos oníricos con médanos, payasos, monjas, sentido religioso y mujeres perro. Mirar sus retratos, sus paisajes y el talento de su dibujo transporta, lleva a ese cosmos que en realidad nos pertenece, porque ella crea para nosotros, siempre. Los silencios, el humor, los pájaros en la cabeza, el rojo, el negro, la figura humana y la utopía caracterizan gran parte de sus lienzos. Los rostros de esas figuras escandalosas inquietan a los que miran, los incomodan, los invitan a conocer más profundo. Trabaja con técnica mixta: tinta, acrílico, collage, lápices de colores, témperas, sobre papel, tela, fotos, y exhibe en pequeños y grandes formatos. La línea, el punto, la sutileza aterradora y la perfección son herencia e influencia del Bosco y Alonso. En sus diseños de vestuario tiende a imaginar estar sentada en otras épocas para descubrir la esencia de las telas, de las tramas, y aunque ella no lo crea, esto la hace única, porque ve lo que otros no, siente y reivindica lo que otros jamás podrán. En sus exposiciones genera un ambiente dinámico donde incluye su amor por las tablas por medio de la iluminación teatral y de la música de autor. Renata sabe quién es y hacia dónde va, sabe que su obra nace desde adentro, de los sueños, nace en la vida cotidiana, en el supermercado, mientras habla con sus animales o llora por lo que no fue. También entiende que cuando el cuadro le dice basta, ya no le pertenece, pasa a ser propiedad del otro.

Sos una artista sin etiquetas, sin rótulos y no te gusta definir tus obras…

Así es. No me gusta definir, clasificar ni catalogar, por lo menos en el ámbito artístico. No pretendo tener etiquetas. Creo que cuando termino de realizar una obra, el espectador se tiene que hacer cargo de ella, yo ya no existo. Es como si le pedís a un escritor que te cuente su libro, él seguramente te dirá: compralo, leelo y respondete vos mismo. Lo mismo pasa con mi pintura. Diseccionar o teorizar las imágenes que vienen normalmente de lugares tan oníricos, de sueños y de cosas que no pasan por un frío intelecto es lo que menos me interesa. A mí me encanta que el espectador fantasee, se arme una película, y que mis pinturas funcionen como un disparador.

A los nueve años estudiaste dibujo, pintura y a los quince presentaste tu primera exposición…

Por suerte no fui como otras personas que durante su adolescencia o después de su salida del secundario está bamboleando en la vida diciendo qué hago ahora, a qué me dedico. Es maravilloso tener una vocación definida, es como una bendición, un eterno agradecimiento. De chica solo quería dibujar, tenía ocho años, por suerte mi mamá estimuló ese deseo y me mandó a estudiar al año siguiente dibujo y pintura con Ana Tarsia. Estudié los cuatro años en Bellas Artes e hice el primer ciclo en la escuela Pueyrredón, pero no terminé. A los 15 años llegó mi primera exposición, gracias al galerista Hugo Bonnani, donde mostré dibujos algo polémicos para la época (y para una chica de poca edad), influenciados por el Bosco.

¿De dónde creés que nace este gran amor por el arte?

Un poco creo que nace de mis abuelos paternos, que eran bohemios. Ellos tuvieron un poco de influencia en mi decisión. A mi mamá le gustaba el teatro y el ambiente artístico, me entendía; a mi papá no le gustaba mucho que estudie Bellas Artes. De todas formas pienso que a veces las grandes decisiones o las vocaciones nacen, surgen y no tienen explicación.

¿Qué recordás de aquellos tiempos en la casa de tus abuelos?

Recuerdo que cuando tenía cinco años pensaba que me iba a casar con mi primo (Jorge Schussheim, músico), lo adoraba, él tocaba la rapsodia sueca que era aterradora, y yo le bailaba. Qué locura.

Sos pintora, vestuarista, diseñadora, multifacética y el encasillamiento nunca existió en tu carrera, ¿cómo nace esta proliferación de disciplinas?

En realidad me aparecieron como propuestas. El dibujo y la pintura los trabajé desde siempre, pero con el vestuario y lo demás me fui perfeccionando en la marcha. A mí siempre me gustó el mundo del teatro, pero no sabía qué rol ocupar en él. Conocí a Oscar Araiz, que fue el que me propuso hacer mi primer vestuario, Romeo y Julieta, y ahí empecé a conocer otra vertiente que se derivó en todo lo que está relacionado con la imagen.

Después vinieron innumerables puestas en vestuario, en diseño, una de ellas para Julio Bocca…

A Julio le hice un vestuario en el Colón que él siempre recordó y me reprochaba, porque decía que lo que le había hecho le hacía «el culo grande». Esto me lo contó después, cuando nos encontramos vía Lino Patalano. Lino era mi amigo, después de comprarse el Maipo fue manager de Julio, y en ese momento me llamó para trabajar otra vez con él. Con Julio después nos enganchamos divino, nos hicimos amigos y trabajamos genial, porque conocí y entendí sus tiempos.

Tu última muestra, Un Estado de Gracia, ¿qué significó?

La llamé Estado de Gracia porque viví el proceso creativo con un estado de plena felicidad. Mostré dibujos, pinturas, cajitas, de antes y ahora. Retraté a cuatro personajes: Gandi, Totó, (payaso del Cirque du Soleil), Facu (un actor de teatro) y Jean-Francois Cassanovas. Cuando entrabas a la expo se escuchaba la música de mi hijo, sonidos relacionados e influenciados por el linaje de obras expuestas.

Y la pasada serie de mujeres con pajaritos en la cabeza, ¿cómo se traduce?

El disparador de esa serie y de la exposición fue la frase feminista «tenés pajaritos en la cabeza»; a partir de eso construí mujeres con pajaritos sobre sombreros de fin de siglo. Creo que estos cuadros tienen que ver con los sueños, la posibilidad de volar y la moda de otros tiempos. Me encantó hacerlo.

Ahora tenés dos loros, dos perros, pero en su momento tenías un colectivo de Scottish Terrier, ¿de dónde viene ese amor por los animales?

Siempre los amé, desde chica, voy por la calle y hablo con ellos, Incluso creo que me llevo mejor con las mascotas que con la gente, me hacen de verdad feliz.

¿Es cierto que ese amor te hiso empapelar toda la ciudad cuando uno de tus loros escapó?

Sí, es real. Fue hace dos años, en plenas fiestas. Yo no estaba en mi casa, la ventana quedó entreabierta y voló, fue un gran drama y entré en depresión. Hice de todo para recuperarlo, pegué carteles en el barrio, fui al programa El Portal de la Mascotas a ver si aparecía, salieron avisos en La Nación. Pasaron 60 días y el teléfono sonó. Era un señor que decía haberlo visto en un restaurante de Capital, y que ahora lo tenía en su campo. Pocos días después nos encontramos en una de sus oficinas que estaba cerca de mi casa, yo no tenía mucha ilusión. Cuando lo vi, sabía que era él, lo conozco hasta la última pluma, el loro me saltó enseguida al brazo, fue tan emocionante. Al otro día le envíe un cuadro para agradecerle a este salvador. Hoy somos muy amigos, se llama Carlos González.

Tu curiosidad, desparpajo y el no tener miedo al qué dirán te hicieron conocer a Alonso, a Charly García, el Moderno, el Di Tella…

Siempre fui curiosa. Mi curiosidad me llevó a conocer a Alonso, en El Moderno, a los trece años. Me lo presentaron, yo lo admiraba por su dibujo, él fue una de mis grandes influencias. Le pedí por favor que fuera mi maestro, y aceptó. Yo iba una vez por semana a su taller para que corrigiera mis dibujos, y recuerdo que bajaba línea. Con Charly pasó un poco lo mismo, escuché La Máquina de Hacer Pájaros y me quedé maravillada, le pedí a un amigo que me lo presente, así fue, y enganchamos brutal. Me llamó para hacer Bicicleta, mi primer trabajo casi integral, porque me ocupaba del escenario, de la ropa, luces, afiches.

Recordando tus épocas cuando Borges pasaba por las vidrieras de los bares clásicos, ¿cuánto crees cambió el paisaje porteño?

Creo que cambió la vida. El estar sentado en un café tres, cuatro horas con tu amigos charlando ya no existe más, porque los tiempos no te lo permiten, la manera de comunicarse cambió por el Twitter, el Facebook. En aquellos tiempos nos juntábamos en el bar de la Galería del Este, con artistas, amigos y filosofábamos, debatíamos sobre todo. En la misma galería estaba la librería que editaba a Borges. Él iba y venía todo el tiempo, se quedaba horas en el lugar, y después lo veías pasar cuando volvía a su casa que quedaba a unas cuadras. Borges era el paisaje cultural de ese tiempo.

¿Utilizás la tecnología, los programas digitales para diseñar o trabajar tus obras, tu vestuario?

Uso la computadora para abrir mails, contestarlos, recibir material y nada más. No la uso para dibujar. Hago figurines de teatro a mano, porque a mí me sirve, cuando lo voy haciendo lo cocino en mi cabeza, lo toco, lo siento. Cuando la gente ve la presentación no puede creer que todavía haya algo artesanal. El vestuario que hago también lo es, este exige contacto, un trato especial con la tela, con su textura. Recorrer sederías y ferias americanas es mi plan más conmovedor, me encanta.

¿Quién fue Víctor Laplace en tu vida?

Fue mi marido, es el padre de nuestro hijo Damián, que es músico y que trabajó muchas veces musicalizando mis muestras y ayudando a Víctor en varias de sus obras. Laplace es mi amigo, tenemos una relación hermosa. Lo conocí actuando en el Di Tella, en la obra Timón de Atenas, me acuerdo que le dije a mi amigo Marcos Mundstock (Les Luthiers), ¡me tenés que presentar a ese hombre! Hace poco invité a Víctor y a mi hijo a comer sushi.

Muchos te comparan con Marta Minujín por ser vanguardia, ¿cómo ves eso?

Yo no soy vanguardia, no me gusta esa palabra ni las definiciones de nada. No me molesta que me comparen con Marta, aunque sí creo que vamos por caminos separados. Yo la conozco, tenemos amigos en común, creo que es una batalladora.

¿Nuevos proyectos para 2012?

Estoy a punto de ilustrar un libro que se editará en Chile, también una ópera (Carmen) en el mismo país, donde voy a confeccionar el vestuario; otra obra nueva muy divertida (Lo que vio el mayordomo) que se estrena aquí, en mayo, con dirección de Carlos Rivas, actuación de Enrique Pinti, Luis Luque y muchos otros. Probablemente a finales de 2012, 2013 exponga otra vez. Por supuesto, en el medio del caos, de la velocidad, hay ratos para pintar y crear.

Participás poco de los cócteles, de las presencias sociales…

Me llegan miles de invitaciones, pero no voy a casi nada, me da pereza.

¿No vas por qué estás legitimada en el ámbito artístico?

No. Nunca lo hice. Cuando me muestro más es porque tengo la necesidad de que el público se entere algo que creo le va a interesar.

Un día, viajando en taxi, el conductor le dijo: ¿vos sos Renata, la artista? Ella dijo que sí, y él le respondió que la conoció por el color rojo de su cabello, pigmento que la acompaña por más de treinta años. Más tarde, cuando Renata paseaba a sus perros, una señora se le acercó y le preguntó si era la vestuarista de tal o cual obra, ella le dijo que sí y la señora exclamó: «¡entonces debe ser maravillosa!». Renata confiesa: «No hay nada más gratificante que el reconocimiento del público, me siento reconocida artísticamente en este país. La devolución de la gente me hace feliz».

El contraste de su pelo con los ojos celestes y los atuendos sobrios, siempre negros, hacen de ella una mujer imponente, furtiva y algo seria, pero nada es lo que aparenta. Su sonrisa y su voz rasposa llenó de optimismo su departamento de Palermo, donde vive, trabaja y convive con sus loros, sus chicas (dos perros) y su independencia. Esa misma tarde se atrevió a encajonar los ropajes oscuros para cubrirse con un vestido colorido: «Lo mandé a hacer y llegó hoy. Estoy probando con el color». Un año de cambios.

[showtime]

ARTE

Entrevistamos a Renata Schussheim, una artista multidisciplinar que pasea por la vida dejando una huella inconfundible y un talento innato que revoluciona las diferentes plataformas artísticas.

Por Marcos Brugiati

Renata Schussheim es una artista multifacética: es pintora, vestuarista, diseñadora, escenógrafa, escultora. Cuando tenía ocho años ya sabía lo que quería. Es porteña, y sabe de lo que hablamos cuando le preguntamos qué se siente vivir el arte de toda la capital. Hoy con 62, además de conservar su imponente cabello rojizo, sigue siendo generosa, sencilla, sensible, amante de los loros y de los perros. Sus esculturas y obras pictóricas son un mundo aparte, son universos oníricos con médanos, payasos, monjas, sentido religioso y mujeres perro. Mirar sus retratos, sus paisajes y el talento de su dibujo transporta, lleva a ese cosmos que en realidad nos pertenece, porque ella crea para nosotros, siempre. Los silencios, el humor, los pájaros en la cabeza, el rojo, el negro, la figura humana y la utopía caracterizan gran parte de sus lienzos. Los rostros de esas figuras escandalosas inquietan a los que miran, los incomodan, los invitan a conocer más profundo. Trabaja con técnica mixta: tinta, acrílico, collage, lápices de colores, témperas, sobre papel, tela, fotos, y exhibe en pequeños y grandes formatos. La línea, el punto, la sutileza aterradora y la perfección son herencia e influencia del Bosco y Alonso. En sus diseños de vestuario tiende a imaginar estar sentada en otras épocas para descubrir la esencia de las telas, de las tramas, y aunque ella no lo crea, esto la hace única, porque ve lo que otros no, siente y reivindica lo que otros jamás podrán. En sus exposiciones genera un ambiente dinámico donde incluye su amor por las tablas por medio de la iluminación teatral y de la música de autor. Renata sabe quién es y hacia dónde va, sabe que su obra nace desde adentro, de los sueños, nace en la vida cotidiana, en el supermercado, mientras habla con sus animales o llora por lo que no fue. También entiende que cuando el cuadro le dice basta, ya no le pertenece, pasa a ser propiedad del otro.

Sos una artista sin etiquetas, sin rótulos y no te gusta definir tus obras…

Así es. No me gusta definir, clasificar ni catalogar, por lo menos en el ámbito artístico. No pretendo tener etiquetas. Creo que cuando termino de realizar una obra, el espectador se tiene que hacer cargo de ella, yo ya no existo. Es como si le pedís a un escritor que te cuente su libro, él seguramente te dirá: compralo, leelo y respondete vos mismo. Lo mismo pasa con mi pintura. Diseccionar o teorizar las imágenes que vienen normalmente de lugares tan oníricos, de sueños y de cosas que no pasan por un frío intelecto es lo que menos me interesa. A mí me encanta que el espectador fantasee, se arme una película, y que mis pinturas funcionen como un disparador.

A los nueve años estudiaste dibujo, pintura y a los quince presentaste tu primera exposición…

Por suerte no fui como otras personas que durante su adolescencia o después de su salida del secundario está bamboleando en la vida diciendo qué hago ahora, a qué me dedico. Es maravilloso tener una vocación definida, es como una bendición, un eterno agradecimiento. De chica solo quería dibujar, tenía ocho años, por suerte mi mamá estimuló ese deseo y me mandó a estudiar al año siguiente dibujo y pintura con Ana Tarsia. Estudié los cuatro años en Bellas Artes e hice el primer ciclo en la escuela Pueyrredón, pero no terminé. A los 15 años llegó mi primera exposición, gracias al galerista Hugo Bonnani, donde mostré dibujos algo polémicos para la época (y para una chica de poca edad), influenciados por el Bosco.

¿De dónde creés que nace este gran amor por el arte?

Un poco creo que nace de mis abuelos paternos, que eran bohemios. Ellos tuvieron un poco de influencia en mi decisión. A mi mamá le gustaba el teatro y el ambiente artístico, me entendía; a mi papá no le gustaba mucho que estudie Bellas Artes. De todas formas pienso que a veces las grandes decisiones o las vocaciones nacen, surgen y no tienen explicación.

¿Qué recordás de aquellos tiempos en la casa de tus abuelos?

Recuerdo que cuando tenía cinco años pensaba que me iba a casar con mi primo (Jorge Schussheim, músico), lo adoraba, él tocaba la rapsodia sueca que era aterradora, y yo le bailaba. Qué locura.

Sos pintora, vestuarista, diseñadora, multifacética y el encasillamiento nunca existió en tu carrera, ¿cómo nace esta proliferación de disciplinas?

En realidad me aparecieron como propuestas. El dibujo y la pintura los trabajé desde siempre, pero con el vestuario y lo demás me fui perfeccionando en la marcha. A mí siempre me gustó el mundo del teatro, pero no sabía qué rol ocupar en él. Conocí a Oscar Araiz, que fue el que me propuso hacer mi primer vestuario, Romeo y Julieta, y ahí empecé a conocer otra vertiente que se derivó en todo lo que está relacionado con la imagen.

Después vinieron innumerables puestas en vestuario, en diseño, una de ellas para Julio Bocca…

A Julio le hice un vestuario en el Colón que él siempre recordó y me reprochaba, porque decía que lo que le había hecho le hacía «el culo grande». Esto me lo contó después, cuando nos encontramos vía Lino Patalano. Lino era mi amigo, después de comprarse el Maipo fue manager de Julio, y en ese momento me llamó para trabajar otra vez con él. Con Julio después nos enganchamos divino, nos hicimos amigos y trabajamos genial, porque conocí y entendí sus tiempos.

Tu última muestra, Un Estado de Gracia, ¿qué significó?

La llamé Estado de Gracia porque viví el proceso creativo con un estado de plena felicidad. Mostré dibujos, pinturas, cajitas, de antes y ahora. Retraté a cuatro personajes: Gandi, Totó, (payaso del Cirque du Soleil), Facu (un actor de teatro) y Jean-Francois Cassanovas. Cuando entrabas a la expo se escuchaba la música de mi hijo, sonidos relacionados e influenciados por el linaje de obras expuestas.

Y la pasada serie de mujeres con pajaritos en la cabeza, ¿cómo se traduce?

El disparador de esa serie y de la exposición fue la frase feminista «tenés pajaritos en la cabeza»; a partir de eso construí mujeres con pajaritos sobre sombreros de fin de siglo. Creo que estos cuadros tienen que ver con los sueños, la posibilidad de volar y la moda de otros tiempos. Me encantó hacerlo.

Ahora tenés dos loros, dos perros, pero en su momento tenías un colectivo de Scottish Terrier, ¿de dónde viene ese amor por los animales?

Siempre los amé, desde chica, voy por la calle y hablo con ellos, Incluso creo que me llevo mejor con las mascotas que con la gente, me hacen de verdad feliz.

¿Es cierto que ese amor te hiso empapelar toda la ciudad cuando uno de tus loros escapó?

Sí, es real. Fue hace dos años, en plenas fiestas. Yo no estaba en mi casa, la ventana quedó entreabierta y voló, fue un gran drama y entré en depresión. Hice de todo para recuperarlo, pegué carteles en el barrio, fui al programa El Portal de la Mascotas a ver si aparecía, salieron avisos en La Nación. Pasaron 60 días y el teléfono sonó. Era un señor que decía haberlo visto en un restaurante de Capital, y que ahora lo tenía en su campo. Pocos días después nos encontramos en una de sus oficinas que estaba cerca de mi casa, yo no tenía mucha ilusión. Cuando lo vi, sabía que era él, lo conozco hasta la última pluma, el loro me saltó enseguida al brazo, fue tan emocionante. Al otro día le envíe un cuadro para agradecerle a este salvador. Hoy somos muy amigos, se llama Carlos González.

Tu curiosidad, desparpajo y el no tener miedo al qué dirán te hicieron conocer a Alonso, a Charly García, el Moderno, el Di Tella…

Siempre fui curiosa. Mi curiosidad me llevó a conocer a Alonso, en El Moderno, a los trece años. Me lo presentaron, yo lo admiraba por su dibujo, él fue una de mis grandes influencias. Le pedí por favor que fuera mi maestro, y aceptó. Yo iba una vez por semana a su taller para que corrigiera mis dibujos, y recuerdo que bajaba línea. Con Charly pasó un poco lo mismo, escuché La Máquina de Hacer Pájaros y me quedé maravillada, le pedí a un amigo que me lo presente, así fue, y enganchamos brutal. Me llamó para hacer Bicicleta, mi primer trabajo casi integral, porque me ocupaba del escenario, de la ropa, luces, afiches.

Recordando tus épocas cuando Borges pasaba por las vidrieras de los bares clásicos, ¿cuánto crees cambió el paisaje porteño?

Creo que cambió la vida. El estar sentado en un café tres, cuatro horas con tu amigos charlando ya no existe más, porque los tiempos no te lo permiten, la manera de comunicarse cambió por el Twitter, el Facebook. En aquellos tiempos nos juntábamos en el bar de la Galería del Este, con artistas, amigos y filosofábamos, debatíamos sobre todo. En la misma galería estaba la librería que editaba a Borges. Él iba y venía todo el tiempo, se quedaba horas en el lugar, y después lo veías pasar cuando volvía a su casa que quedaba a unas cuadras. Borges era el paisaje cultural de ese tiempo.

¿Utilizás la tecnología, los programas digitales para diseñar o trabajar tus obras, tu vestuario?

Uso la computadora para abrir mails, contestarlos, recibir material y nada más. No la uso para dibujar. Hago figurines de teatro a mano, porque a mí me sirve, cuando lo voy haciendo lo cocino en mi cabeza, lo toco, lo siento. Cuando la gente ve la presentación no puede creer que todavía haya algo artesanal. El vestuario que hago también lo es, este exige contacto, un trato especial con la tela, con su textura. Recorrer sederías y ferias americanas es mi plan más conmovedor, me encanta.

¿Quién fue Víctor Laplace en tu vida?

Fue mi marido, es el padre de nuestro hijo Damián, que es músico y que trabajó muchas veces musicalizando mis muestras y ayudando a Víctor en varias de sus obras. Laplace es mi amigo, tenemos una relación hermosa. Lo conocí actuando en el Di Tella, en la obra Timón de Atenas, me acuerdo que le dije a mi amigo Marcos Mundstock (Les Luthiers), ¡me tenés que presentar a ese hombre! Hace poco invité a Víctor y a mi hijo a comer sushi.

Muchos te comparan con Marta Minujín por ser vanguardia, ¿cómo ves eso?

Yo no soy vanguardia, no me gusta esa palabra ni las definiciones de nada. No me molesta que me comparen con Marta, aunque sí creo que vamos por caminos separados. Yo la conozco, tenemos amigos en común, creo que es una batalladora.

¿Nuevos proyectos para 2012?

Estoy a punto de ilustrar un libro que se editará en Chile, también una ópera (Carmen) en el mismo país, donde voy a confeccionar el vestuario; otra obra nueva muy divertida (Lo que vio el mayordomo) que se estrena aquí, en mayo, con dirección de Carlos Rivas, actuación de Enrique Pinti, Luis Luque y muchos otros. Probablemente a finales de 2012, 2013 exponga otra vez. Por supuesto, en el medio del caos, de la velocidad, hay ratos para pintar y crear.

Participás poco de los cócteles, de las presencias sociales…

Me llegan miles de invitaciones, pero no voy a casi nada, me da pereza.

¿No vas por qué estás legitimada en el ámbito artístico?

No. Nunca lo hice. Cuando me muestro más es porque tengo la necesidad de que el público se entere algo que creo le va a interesar.

Un día, viajando en taxi, el conductor le dijo: ¿vos sos Renata, la artista? Ella dijo que sí, y él le respondió que la conoció por el color rojo de su cabello, pigmento que la acompaña por más de treinta años. Más tarde, cuando Renata paseaba a sus perros, una señora se le acercó y le preguntó si era la vestuarista de tal o cual obra, ella le dijo que sí y la señora exclamó: «¡entonces debe ser maravillosa!». Renata confiesa: «No hay nada más gratificante que el reconocimiento del público, me siento reconocida artísticamente en este país. La devolución de la gente me hace feliz».

El contraste de su pelo con los ojos celestes y los atuendos sobrios, siempre negros, hacen de ella una mujer imponente, furtiva y algo seria, pero nada es lo que aparenta. Su sonrisa y su voz rasposa llenó de optimismo su departamento de Palermo, donde vive, trabaja y convive con sus loros, sus chicas (dos perros) y su independencia. Esa misma tarde se atrevió a encajonar los ropajes oscuros para cubrirse con un vestido colorido: «Lo mandé a hacer y llegó hoy. Estoy probando con el color». Un año de cambios.

[showtime]

ARTE

Entrevistamos a Renata Schussheim, una artista multidisciplinar que pasea por la vida dejando una huella inconfundible y un talento innato que revoluciona las diferentes plataformas artísticas.

Por Marcos Brugiati

Renata Schussheim es una artista multifacética: es pintora, vestuarista, diseñadora, escenógrafa, escultora. Cuando tenía ocho años ya sabía lo que quería. Es porteña, y sabe de lo que hablamos cuando le preguntamos qué se siente vivir el arte de toda la capital. Hoy con 62, además de conservar su imponente cabello rojizo, sigue siendo generosa, sencilla, sensible, amante de los loros y de los perros. Sus esculturas y obras pictóricas son un mundo aparte, son universos oníricos con médanos, payasos, monjas, sentido religioso y mujeres perro. Mirar sus retratos, sus paisajes y el talento de su dibujo transporta, lleva a ese cosmos que en realidad nos pertenece, porque ella crea para nosotros, siempre. Los silencios, el humor, los pájaros en la cabeza, el rojo, el negro, la figura humana y la utopía caracterizan gran parte de sus lienzos. Los rostros de esas figuras escandalosas inquietan a los que miran, los incomodan, los invitan a conocer más profundo. Trabaja con técnica mixta: tinta, acrílico, collage, lápices de colores, témperas, sobre papel, tela, fotos, y exhibe en pequeños y grandes formatos. La línea, el punto, la sutileza aterradora y la perfección son herencia e influencia del Bosco y Alonso. En sus diseños de vestuario tiende a imaginar estar sentada en otras épocas para descubrir la esencia de las telas, de las tramas, y aunque ella no lo crea, esto la hace única, porque ve lo que otros no, siente y reivindica lo que otros jamás podrán. En sus exposiciones genera un ambiente dinámico donde incluye su amor por las tablas por medio de la iluminación teatral y de la música de autor. Renata sabe quién es y hacia dónde va, sabe que su obra nace desde adentro, de los sueños, nace en la vida cotidiana, en el supermercado, mientras habla con sus animales o llora por lo que no fue. También entiende que cuando el cuadro le dice basta, ya no le pertenece, pasa a ser propiedad del otro.

Sos una artista sin etiquetas, sin rótulos y no te gusta definir tus obras…

Así es. No me gusta definir, clasificar ni catalogar, por lo menos en el ámbito artístico. No pretendo tener etiquetas. Creo que cuando termino de realizar una obra, el espectador se tiene que hacer cargo de ella, yo ya no existo. Es como si le pedís a un escritor que te cuente su libro, él seguramente te dirá: compralo, leelo y respondete vos mismo. Lo mismo pasa con mi pintura. Diseccionar o teorizar las imágenes que vienen normalmente de lugares tan oníricos, de sueños y de cosas que no pasan por un frío intelecto es lo que menos me interesa. A mí me encanta que el espectador fantasee, se arme una película, y que mis pinturas funcionen como un disparador.

A los nueve años estudiaste dibujo, pintura y a los quince presentaste tu primera exposición…

Por suerte no fui como otras personas que durante su adolescencia o después de su salida del secundario está bamboleando en la vida diciendo qué hago ahora, a qué me dedico. Es maravilloso tener una vocación definida, es como una bendición, un eterno agradecimiento. De chica solo quería dibujar, tenía ocho años, por suerte mi mamá estimuló ese deseo y me mandó a estudiar al año siguiente dibujo y pintura con Ana Tarsia. Estudié los cuatro años en Bellas Artes e hice el primer ciclo en la escuela Pueyrredón, pero no terminé. A los 15 años llegó mi primera exposición, gracias al galerista Hugo Bonnani, donde mostré dibujos algo polémicos para la época (y para una chica de poca edad), influenciados por el Bosco.

¿De dónde creés que nace este gran amor por el arte?

Un poco creo que nace de mis abuelos paternos, que eran bohemios. Ellos tuvieron un poco de influencia en mi decisión. A mi mamá le gustaba el teatro y el ambiente artístico, me entendía; a mi papá no le gustaba mucho que estudie Bellas Artes. De todas formas pienso que a veces las grandes decisiones o las vocaciones nacen, surgen y no tienen explicación.

¿Qué recordás de aquellos tiempos en la casa de tus abuelos?

Recuerdo que cuando tenía cinco años pensaba que me iba a casar con mi primo (Jorge Schussheim, músico), lo adoraba, él tocaba la rapsodia sueca que era aterradora, y yo le bailaba. Qué locura.

Sos pintora, vestuarista, diseñadora, multifacética y el encasillamiento nunca existió en tu carrera, ¿cómo nace esta proliferación de disciplinas?

En realidad me aparecieron como propuestas. El dibujo y la pintura los trabajé desde siempre, pero con el vestuario y lo demás me fui perfeccionando en la marcha. A mí siempre me gustó el mundo del teatro, pero no sabía qué rol ocupar en él. Conocí a Oscar Araiz, que fue el que me propuso hacer mi primer vestuario, Romeo y Julieta, y ahí empecé a conocer otra vertiente que se derivó en todo lo que está relacionado con la imagen.

Después vinieron innumerables puestas en vestuario, en diseño, una de ellas para Julio Bocca…

A Julio le hice un vestuario en el Colón que él siempre recordó y me reprochaba, porque decía que lo que le había hecho le hacía «el culo grande». Esto me lo contó después, cuando nos encontramos vía Lino Patalano. Lino era mi amigo, después de comprarse el Maipo fue manager de Julio, y en ese momento me llamó para trabajar otra vez con él. Con Julio después nos enganchamos divino, nos hicimos amigos y trabajamos genial, porque conocí y entendí sus tiempos.

Tu última muestra, Un Estado de Gracia, ¿qué significó?

La llamé Estado de Gracia porque viví el proceso creativo con un estado de plena felicidad. Mostré dibujos, pinturas, cajitas, de antes y ahora. Retraté a cuatro personajes: Gandi, Totó, (payaso del Cirque du Soleil), Facu (un actor de teatro) y Jean-Francois Cassanovas. Cuando entrabas a la expo se escuchaba la música de mi hijo, sonidos relacionados e influenciados por el linaje de obras expuestas.

Y la pasada serie de mujeres con pajaritos en la cabeza, ¿cómo se traduce?

El disparador de esa serie y de la exposición fue la frase feminista «tenés pajaritos en la cabeza»; a partir de eso construí mujeres con pajaritos sobre sombreros de fin de siglo. Creo que estos cuadros tienen que ver con los sueños, la posibilidad de volar y la moda de otros tiempos. Me encantó hacerlo.

Ahora tenés dos loros, dos perros, pero en su momento tenías un colectivo de Scottish Terrier, ¿de dónde viene ese amor por los animales?

Siempre los amé, desde chica, voy por la calle y hablo con ellos, Incluso creo que me llevo mejor con las mascotas que con la gente, me hacen de verdad feliz.

¿Es cierto que ese amor te hiso empapelar toda la ciudad cuando uno de tus loros escapó?

Sí, es real. Fue hace dos años, en plenas fiestas. Yo no estaba en mi casa, la ventana quedó entreabierta y voló, fue un gran drama y entré en depresión. Hice de todo para recuperarlo, pegué carteles en el barrio, fui al programa El Portal de la Mascotas a ver si aparecía, salieron avisos en La Nación. Pasaron 60 días y el teléfono sonó. Era un señor que decía haberlo visto en un restaurante de Capital, y que ahora lo tenía en su campo. Pocos días después nos encontramos en una de sus oficinas que estaba cerca de mi casa, yo no tenía mucha ilusión. Cuando lo vi, sabía que era él, lo conozco hasta la última pluma, el loro me saltó enseguida al brazo, fue tan emocionante. Al otro día le envíe un cuadro para agradecerle a este salvador. Hoy somos muy amigos, se llama Carlos González.

Tu curiosidad, desparpajo y el no tener miedo al qué dirán te hicieron conocer a Alonso, a Charly García, el Moderno, el Di Tella…

Siempre fui curiosa. Mi curiosidad me llevó a conocer a Alonso, en El Moderno, a los trece años. Me lo presentaron, yo lo admiraba por su dibujo, él fue una de mis grandes influencias. Le pedí por favor que fuera mi maestro, y aceptó. Yo iba una vez por semana a su taller para que corrigiera mis dibujos, y recuerdo que bajaba línea. Con Charly pasó un poco lo mismo, escuché La Máquina de Hacer Pájaros y me quedé maravillada, le pedí a un amigo que me lo presente, así fue, y enganchamos brutal. Me llamó para hacer Bicicleta, mi primer trabajo casi integral, porque me ocupaba del escenario, de la ropa, luces, afiches.

Recordando tus épocas cuando Borges pasaba por las vidrieras de los bares clásicos, ¿cuánto crees cambió el paisaje porteño?

Creo que cambió la vida. El estar sentado en un café tres, cuatro horas con tu amigos charlando ya no existe más, porque los tiempos no te lo permiten, la manera de comunicarse cambió por el Twitter, el Facebook. En aquellos tiempos nos juntábamos en el bar de la Galería del Este, con artistas, amigos y filosofábamos, debatíamos sobre todo. En la misma galería estaba la librería que editaba a Borges. Él iba y venía todo el tiempo, se quedaba horas en el lugar, y después lo veías pasar cuando volvía a su casa que quedaba a unas cuadras. Borges era el paisaje cultural de ese tiempo.

¿Utilizás la tecnología, los programas digitales para diseñar o trabajar tus obras, tu vestuario?

Uso la computadora para abrir mails, contestarlos, recibir material y nada más. No la uso para dibujar. Hago figurines de teatro a mano, porque a mí me sirve, cuando lo voy haciendo lo cocino en mi cabeza, lo toco, lo siento. Cuando la gente ve la presentación no puede creer que todavía haya algo artesanal. El vestuario que hago también lo es, este exige contacto, un trato especial con la tela, con su textura. Recorrer sederías y ferias americanas es mi plan más conmovedor, me encanta.

¿Quién fue Víctor Laplace en tu vida?

Fue mi marido, es el padre de nuestro hijo Damián, que es músico y que trabajó muchas veces musicalizando mis muestras y ayudando a Víctor en varias de sus obras. Laplace es mi amigo, tenemos una relación hermosa. Lo conocí actuando en el Di Tella, en la obra Timón de Atenas, me acuerdo que le dije a mi amigo Marcos Mundstock (Les Luthiers), ¡me tenés que presentar a ese hombre! Hace poco invité a Víctor y a mi hijo a comer sushi.

Muchos te comparan con Marta Minujín por ser vanguardia, ¿cómo ves eso?

Yo no soy vanguardia, no me gusta esa palabra ni las definiciones de nada. No me molesta que me comparen con Marta, aunque sí creo que vamos por caminos separados. Yo la conozco, tenemos amigos en común, creo que es una batalladora.

¿Nuevos proyectos para 2012?

Estoy a punto de ilustrar un libro que se editará en Chile, también una ópera (Carmen) en el mismo país, donde voy a confeccionar el vestuario; otra obra nueva muy divertida (Lo que vio el mayordomo) que se estrena aquí, en mayo, con dirección de Carlos Rivas, actuación de Enrique Pinti, Luis Luque y muchos otros. Probablemente a finales de 2012, 2013 exponga otra vez. Por supuesto, en el medio del caos, de la velocidad, hay ratos para pintar y crear.

Participás poco de los cócteles, de las presencias sociales…

Me llegan miles de invitaciones, pero no voy a casi nada, me da pereza.

¿No vas por qué estás legitimada en el ámbito artístico?

No. Nunca lo hice. Cuando me muestro más es porque tengo la necesidad de que el público se entere algo que creo le va a interesar.

Un día, viajando en taxi, el conductor le dijo: ¿vos sos Renata, la artista? Ella dijo que sí, y él le respondió que la conoció por el color rojo de su cabello, pigmento que la acompaña por más de treinta años. Más tarde, cuando Renata paseaba a sus perros, una señora se le acercó y le preguntó si era la vestuarista de tal o cual obra, ella le dijo que sí y la señora exclamó: «¡entonces debe ser maravillosa!». Renata confiesa: «No hay nada más gratificante que el reconocimiento del público, me siento reconocida artísticamente en este país. La devolución de la gente me hace feliz».

El contraste de su pelo con los ojos celestes y los atuendos sobrios, siempre negros, hacen de ella una mujer imponente, furtiva y algo seria, pero nada es lo que aparenta. Su sonrisa y su voz rasposa llenó de optimismo su departamento de Palermo, donde vive, trabaja y convive con sus loros, sus chicas (dos perros) y su independencia. Esa misma tarde se atrevió a encajonar los ropajes oscuros para cubrirse con un vestido colorido: «Lo mandé a hacer y llegó hoy. Estoy probando con el color». Un año de cambios.

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