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29 junio, 2012

Elefante blanco, de Pablo Trapero

Por Roberto A.

En cuanto se apagaron las luces, estaba yo sumergido en una escena de Apocalypse Now. Excepto que no estaba en Indochina, sino en Amazonia. Y el viajero no era un soldado con la misión de destruir a un megalomaniaco, sino un sacerdote que viajaba al séptimo círculo del Infierno para rescatar, no como Dante, a su amada, sino a un alma rota en pedazos. Y luego sumergirse de a dos en un nuevo Hades —este, muy cerca de usted y de mí—, para rescatar a otros.

 

Antes de haber visto Elefante blanco, yo creía que solo se trataba de un duro alegato social. Es eso, por supuesto. Pero la «villa miseria» funciona como fondo coral, como un grandioso coro griego, el paisaje que rodea un viaje para rescatar una sola alma humana. Un viaje que comienza con «la culpa del sobreviviente» y culmina con la serena aceptación de una misión imposible, que quizá lleve a la inmolación personal. Esta misión es la de transformarse en líder espiritual de la multitud que sobrevive en el espeso barro de la marginalidad: un cura villero.

Su maestro, un hombre de fe inquebrantable —al que la ira y la impotencia le han obsequiado una enfermedad terminal que mantiene en secreto—, lo guía con mano firme y urgente, mostrándole las rocas ocultas bajo la opaca superficie de aquel turbulento río de humanidad: las trampas detrás de cualquier interacción con los señores de la droga, los infiltrados, la insensibilidad del establishment, la corrupción en todos los niveles, la incredulidad de los demás ante las sinceras intenciones, el miedo; en fin: la fuerza devastadora del egoísmo, el ajeno y especialmente el propio. Y la última linea de defensa, que impide el derrumbe, es el monótono mantra de la plegaria.

También le muestra, con el ejemplo, que no se trata de salvar a toda la gente. La salvación se logra de a uno por vez. El tratar de salvar a todos acaba como el proyecto del mayor hospital de niños de América Latina: en un elefante blanco. Pero bien vale perder el mundo si se puede salvar a un solo ser humano, aunque sea el más bajo y miserable. Por la salvación de un solo analfabeto, pendenciero, drogadicto irrecuperable, vendedor de paco, asesino de policías, tambien vale la pena jugarse la vida. Raro, ¿no? Lo digo porque tal concepto va a contramano de mis acciones cotidianas, de mi «sentido común».

Esta «villa miseria» es un collage de varios de los grandes conglomerados que supimos conseguir en la Capital y el Gran Buenos Aires: Ciudad Oculta, la Villa 31, etc. Los limitados planos de la cocina de los narcos son el verdadero corazón de las tinieblas; los tiroteos en las callejuelas sin donde protegerse (las balas vienen de todos lados); la cofradia de los drogadictos tirados en la penumbra, agitándose como larvas ciegas en un hormiguero; las multitudes que se mueven como olas de un mar infinito; todo constituye un fresco infernal que podría haber salido de la mano de un pintor renacentista.

Vista en conjunto, la historia parece sacada de un manual de física: la flecha de la historia apunta en la dirección del aumento de entropía. Entropía vista como sinónimo de caos. Y esta historia declara que lo único que se opone al crecimiento aparentemente inexorable del caos humano es la fe y la voluntad de unos pocos decididos a dar todo. Unos pocos que ponen el pecho al infinito egoísmo, la miseria moral, la desesperación que degrada todo como una lluvia interminable.

Esto me recuerda una pregunta: «¿Qué pasa cuando una fuerza irresistible choca contra un objeto inamovible?» En este caso, la respuesta es: pulveriza lo que queda en medio. Y la metáfora circula en múltiples niveles: el elefante blanco, ese objeto inamovible, puede ser un proyecto sanitario trunco, puede ser el improbable logro de una solución habitacional para todos los marginados; pero también puede ser el «darse cuenta», en la vocación sacerdotal, de que los votos no se reducen a la pobreza y a la castidad: significan el abandono del yo. Difícil, ¿no?

La fe: fuerza irresistible que quizá —solo quizá— pueda mover un elefante blanco.

Basta lo anterior para atestiguar que salí de ver la película en estado de conmoción. Señoras y señores: es dura, muy dura. Pero, lamentablemente, también lo es la realidad.

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