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4 diciembre, 2018

Amos y esclavos de la mirada de los otros

Amos y esclavos de la mirada de los otros

Kentukis de Samanta Schweblin
Por Débora Center

 

La última novela de la multipremiada escritora sorprende con una representación de las posibilidades de usos de las nuevas tecnologías para ver otras vidas. Un mundo  que nos fascina enormemente pero del cual, a su vez, queremos huir horrorizados, cuando nos sumergimos en el abismo de sus alcances.

El chicotazo poético de las primeras frases de Kentukis nos paraliza. Entramos en un mundo de tres adolescentes, que se muestran frente a una cámara. Nada aparentemente ajeno, alarmante ni sorprendente para nuestro ojo y  concepción de mundo actual. Sin embargo, se puede vislumbrar ya, en esa escena, la tensión entre lo que la escritura muestra y aquello que permanece latente. Es el lugar, que tan bien identifica el estilo de Schweblin,  en el que se suele ubicar el elemento fundamental de sus  historias: un germen de entramados literarios, que forman un engranaje perfecto de misterio a develar y, paralelamente, del cual quisiéramos por momentos poder librarnos y librar a los personajes. Una experiencia de lectura que nos incentiva a seguir a través de sus páginas, con el placer de buscarlo pero, a su vez,  con el miedo de llegar a ver su mayor esplendor. La escena inicial de las tres jovencitas tiene este ingrediente poético  -y aquellos que pasamos por Distancia de Rescate o Pájaros en la boca lo sabemos- que condensa lo evidente y seguro con lo ocultado y temible. Los cuerpos adolescentes posan ante un peluche con una cámara como ojo. Y posan de la manera más vulnerable: muestran sus pechos desnudos y se entregan a una visión anónima y masificada por las nuevas tecnologías.

Los capítulos que integran Kentukis son recortes de situaciones similares, que integran un mundo de difícil ubicación espacio-temporal. Al avanzar por sus páginas, el lector se siente movilizado por esa sensación de estar en un futuro distópico, en otro planeta o bien en un pasado apocalíptico, en una Tierra que ya no es la misma. Sin embargo, también podríamos encontrarnos en un momento no muy lejano de nuestro presente y en cualquier rincón de nuestros lugares conocidos. ¿Acaso no vivimos conectados con otros mediante nuestros celulares? ¿No miramos y somos vistos en redes sociales? La verosimilitud de este mundo representado en la novela coloca al texto en una posición libre de encasillamientos de géneros y, a su vez, lo nutre de un potencial de disfrute sumamente inquietante. Kentukis es y no es una ficción científica, es y no es una novela realista. Kentukis es y no es una informe ficcional sobre nuestros propios tiempos, medidos por la distancia y el tiempo virtuales que nos imponen nuestros aparatos tecnológicos.

El hilo conductor de la historia son unos peluches que se adquieren como mascotas y por los que un amo puede sentirse acompañado pero también observado. La faceta complementaria de cada juguete -o kentuki- es otro sujeto, que compra la posibilidad de observar, en principio pasivamente, la experiencia cotidiana del dueño.  La opción de «comprar» la visión de una vida que no tenemos nos resulta conocida: en nada parece diferenciarse del hecho de pasar fotos en Instagram o ver las múltiples ediciones de Gran Hermano o bien seguir los movimientos de nuestros contactos por sus estados de WhatsApp. Sin embargo, un suave resquemor surge, cuando las inocentes mascotitas nos muestran lo que podría llegar a ser el paso siguiente en las potencialidades de los dispositivos digitales que usamos a diario.

Freud, en un ensayo de principios de siglo, asocia la experiencia de lo siniestro con aquello que experimentamos cuando lo conocido, por ser recurrente o evocado de manera repetitiva  se nos vuelve extraño. Es ese espacio de lo siniestro, el que se plasma en Kentukis. A través de las diferentes vidas engarzadas por los peluches, el mundo seguro y las usuales posibilidades de las nuevas tecnologías devienen un terreno temible, inestable.  A la historia de las jóvenes víctimas de un voyeurista perverso, le siguen otras. Hay una anciana, iniciada en las nuevas tecnologías, que «vive» a través de una conejita mascota en un lejano departamento, donde se presenta una relación de pareja cruzada por dinámicas de ocultamientos. Luego, un adolescente que escapa de la presión familiar y se refugia en su computadora  y en la posibilidad de conocer la nieve a través de un kentuki. También una mujer de un artista plástico que, en una estadía de creación de su marido, mata el tiempo con un juguete al que fantasea atraer como desearía producirlo en su esposo.  En otros capítulos está la historia de un hacker, que descubre el modo de lucrar con la compra y venta de códigos y tablets para poder ver o experimentar vidas lejanas.

En un momento de la novela la comunicación entre «amos» y «seres» se presenta como posibilidad y cuando la barrera de la mediación virtual aparentemente desaparece, también los límites de la propia integridad y de lo que se puede llegar a conocer de los otros se vuelven peligrosamente difusos.

Kentukis es una novela que posibilita, cuanto menos, una lectura movilizadora: esos peluches adorables nos interpelan, nos muestran con sus cámaras nuestra peor faceta, lo que queremos ver y, a la vez, no estamos dispuestos a reconocer: la miseria humana en su máximo esplendor. En los otros, en nosotros. Tal como un falso espejo: un gran ojo que, como amo, nos muestra la propia esclavitud.